Juan Calvino (1509-1564)
16/05/2025
Director adjunto en el ARA
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"La humanidad nunca se ha sometido a los pacientes y justos, sino siempre sólo a los grandes monomaníacos". Esto no está escrito hoy pensando en Donald Trump o Vladimir Putin. Está escrito por Stefan Zweig hace cerca de un siglo pensando seguramente en Hitler pero refiriéndose al fanático Juan Calvino (1509-1564), el hombre que convirtió la reforma protestante iniciada por Lutero (un movimiento de libertad espiritual y religiosa) en una dictadura teocrática en Ginebra. Educado en el mismo colegio que Erasmo e Ignacio de Loyola, a Calvino no le hizo tanto provecho. De perseguido a perseguidor, torturó a su sociedad y se torturó a sí mismo: dormía como máximo cuatro horas y hacía un suelo comida frugal al día; ninguna distracción, ningún relajamiento, ningún placer. El asceta, dice Zweig, "es el tipo más peligroso de déspota".

El ofuscado Calvino –hoy lo calificaríamos de talibán– llegó a prohibir que se hicieran sonar las campanas de las iglesias. Nada de música. Y eliminó las fiestas tradicionales en una cruzada contra el diabólico vicio de la alegría, en una asfixia de las ganas de vivir. En su deriva misántropa, acabó superando a la Inquisición católica: todo el mundo era sospechoso de pecado. Instauró un régimen de terror. En los cinco primeros años de su reinado, en la pequeña Ginebra se colgaron 13 personas, se decapitaron 10, se quemaron 35 y 76 fueron expulsadas de su casa. La policía moral de Calvino, escribe Zweig, era "tan incapaz como él mismo de olvido y perdón".

Y aquí es donde entra el grueso del libro Castellio contra Calví (La Segunda Periferia, en traducción de Marc Jiménez Buzzi al catalán). Zweig recupera la figura del injustamente olvidado humanista Sebastià Castellio (1515-1563), el hombre que se opuso a Calvino y el primero, antes que Hume o Locke, en proclamar explícitamente en Europa la idea de tolerancia. Castellio se dio cuenta pronto de que quien debía ser un médico del alma del pueblo se había convertido en el implacable carcelero de su libertad. Ambos se habían sentido llamados por la reforma protestante y se habían exiliado fuera de Francia. Calvino, unos años mayor, le había fichado como profesor en Ginebra. Una vez allí, Castellio se propone emular la hazaña de Erasmo y Lutero en una sola: traducir toda la Biblia de nuevo al latín y al francés (Lutero lo había hecho al alemán). Calvino desconfía. Ya existe una versión en francés validada por él. Sólo le dará el imprimatur si antes la puede revisar. Pero Castellio no quiere someterse ni renunciar a su libertad: no ha huido de la Inquisición católica para caer en otra. El enfrentamiento está servido.

El siguiente episodio del choque es el caso del aragonés Miguel Servet, humanista, teólogo y médico. Un carácter fuerte, apasionado. Lutero y Calvino no le parecen lo suficientemente revolucionarios. Servet siente la pasión del polemista. Considera erróneas tanto la doctrina católica como la protestante. Intenta convencer a Calvino, pero no logra más que ganarse su odio rígido y metódico.Primero, Calvino busca liquidarlo a través de la Inquisición católica, pero no lo consigue. Entonces Servet, imprudente, se mete en la boca del lobo, en Ginebra. Descubierto, es encarcelado y condenado a ser quemado vivo. Su cruel muerte se convierte en una encrucijada moral de la Reforma, en su primer "asesinato religioso", escribiria Voltaire. Castellio escrive entonces su precioso alegato a favor de la tolerancia, el J'accuse del siglo XVI: Contra libellum Calvini.

"Castellio sabe que cada época elige siempre a un grupo diferente de desgraciados para descargar colectivamente contra ellos su odio acumulado [...] Las consignas, las ocasiones, cambian, pero el método de difamación, desprecio y destrucción siempre es el mismo", escribe Zweig. Y cita a Castellio por doble partida: "La gente están tan convencidos de su propia opinión [...] que desprecian a la de los demás con arrogancia". Y la frase inmortal: "Matar a un hombre nunca significa defender una doctrina, sino matar a un hombre". Pero esa denuncia no llegó a imprimirse. Calvino consiguió que Castellio se sentara en el banquillo acusado de hereje. Sin embargo, antes de un final trágico, debilitado, Castellio murió. Tenía 48 años.

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