¿Vale la pena tener pareja?

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Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir

BarcelonaEste mismo diario publicaba el pasado domingo un artículo con el título “Si pudieras volver atrás, ¿volverías a escoger a tu pareja?” La pregunta es casi capciosa, porque toda unión de dos personas, del sexo que sea, también todo matrimonio, está sujeta a las más poderosas leyes del azar.

Si el problema se mira desde el punto de vista de la lógica, es inverosímil, y peligroso, unirse a otra persona con la idea de establecer una relación perdurable, porque es imposible que tanto uno como otra, o una y otra, o uno y otro, hayan encontrado a la persona ideal para iniciar una relación, ya que nadie, en el mundo entero, ha conocido a todas las demás personas que viven en ella.

Habitualmente, las parejas se formalizan por un acto de enamoramiento; pero este acto, como todo el mundo sabe y dice el proverbio, es ciego: la tensión de un individuo hacia otro desaparece, generalmente, al cabo de un tiempo. Entonces, la única forma de que se conserve una relación que ha comenzado bajo el signo de la pasión es transformarla con la práctica de otras virtudes: en el mejor de los casos, la amistad y la continua conversación razonable; en otros casos, la compasión, la piedad, la solidaridad... o la rutina, la prudencia y la convención.

En la historia de la literatura ha habido grandes defensores del matrimonio, pero el mismo número de detractores. Obviamente, lo más seguro que puede hacer un ser es permanecer solo toda su vida; pero no todo el mundo está capacitado y mucha gente, las mujeres especialmente, quieren tener un hijo –lo que, de hecho, no pide la existencia de ninguna pareja permanente.

Platón se manifestó en su contra en varias ocasiones, porque consideraba el amor como un enemigo arrauchado de la república; Kant, Nietzsche y Kierkegaard no creían: Simone de Beauvoir y Sartre vivieron juntos, pero no se consideraban exactamente una “pareja”, y, de hecho, aquella escribió pestes de éste.

San Pablo, el más antimatrimonial de los cristianos, opinaba, como más tarde los eremitas, los estilitas sirios y de la Tebaida, y el monacato, que lo mejor era permanecer solo y asumir lo que viniera. André Gide dijo un día: “Las familias, las hais”: las odiaba. De la idea de Flaubert, soltero empedernido, ni hablamos. Pero todo el mundo hace lo que en un momento determinado le parece bien. Lástima que los "momentos" sólo sean lo que son.

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