Pensiones

Seis jubilaciones, seis mundos

La 'Empresas' recupera seis historias de pensionistas para comprobar cómo el trabajo y las situaciones familiares determinan esta última etapa

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Retrato a tres jubilados de perfiles distintos. Pedro, Encarna y Roc.

BarcelonaEn la puerta hay un pequeño rótulo plastificado: "Señora Victoria". Es como el de los buzones de una escalera, pero el cartelito de Victoria Expósito no da la bienvenida a un piso. Está enganchado a la puerta de una habitación: la habitación donde duerme, el único espacio totalmente suyo. Expósito vive en un principal en la ronda Universidad de Barcelona, ​​propiedad de Cáritas y compartido con otras personas mayores que no pueden permitirse pagar una vivienda entera en esta etapa de sus vidas.

Todas las carreras profesionales suelen acabar en un punto común: la jubilación. Este trámite administrativo por el que un trabajador en activo cierra el círculo y pasa a una situación laboral inactiva –en su más fría definición– puede tener desenlaces dispares, según las circunstancias personales de cada uno, los años que ha podido cotizar y los salarios que ha percibido. Algunos llegan con una posición económica sólida, la vivienda resuelta y pudiendo ayudar a sus hijos; otros siguen sufriendo para llegar a fin de más dignamente. Ésta es la historia de seis jubilaciones que encapsulan las realidades de ser un pensionista en Catalunya en el 2024.

Victoria Expósito nació en la calle de la Caridad de Badalona, ​​en casa, como la mayoría de los bebés de hace 70 años. El padre era albañil, la madre había trabajado cuando estaba soltera en algunas fábricas, pero sin cotizar los años suficientes, y su única hermana nació enferma. La situación familiar le marcó su vida. Cuando no tenía que estar pendiente de los demás, se marchaba a trabajar cosechando fruta y verdura en los campos del Maresme o limpiando casas. Su rastro laboral quedó enterrado en la economía sumergida, remunerado por horas o días puntuales. Hasta que su madre sufrió un ictus y Expósito pasó a ser cuidadora a jornada completa. Los únicos ingresos que entraban en su casa eran la pensión mínima del padre, ya retirado, y la no contributiva que percibía la madre. “Teníamos que pagar el alquiler, la comida, la luz, el agua… –enumera–. Yo no podía ir a hacerme un trabajo durante ocho horas, y por eso no he cotizado”, añade.

Victoria Expósito, en el patio del piso de Cáritas que comparte con otras personas mayores que no pueden pagarse una vivienda entera.

Aquel equilibrio frágil se mantenía, en parte, porque el piso en el que vivían tenía una renta antigua, que acabó cuando faltaron los padres y la hermana y los propietarios subieron el precio del alquiler. "Me quedé sin nada", recuerda. No tenía derecho a paro ni cobraba ninguna ayuda y era demasiado grande para que una empresa la contratara. En Cáritas halló la solución que ahora le permite tener un techo. A sus 62 años se mudó primero a un piso compartido con otras cuatro mujeres. "Me cayó el mundo encima, de pasar de vivir sola a hacerlo con gente desconocida… Pero me he ido adaptando", dice. Le concedieron el PIRMI –el equivalente actual sería la renta garantizada– y posteriormente la pensión no contributiva. Este año este subsidio para los ciudadanos que carecen de recursos suficientes para subsistir se ha incrementado en un 6,9% hasta los 7.250,60 euros anuales (517,90 euros mensuales en 14 pagas). De ese dinero que recibe Expósito hay 200 que van directos a pagar cada mes el alquiler de esta vivienda social de la ronda Universidad.

Se emociona relatando cómo han sido los últimos años de su vida y no puede esconder su enfado con la clase política. “¡Que suban las pensiones y que den vivienda a la gente que no tiene!” El clamor de Expósito, que una vez a la semana acude a clases de catalán a un casal, es el de muchos pensionistas de su generación: “Yo he trabajado mucho, pero no se me ha reconocido”.

El banco de las protestas

Los siguientes protagonistas han tenido trayectorias distintas hasta el día en que cobraron su primera pensión, pero cada lunes se encuentran en el mismo sitio: los bancos de la plaza de la Villa de Badalona. Forman parte del Movimiento Pensionista, que no protesta sólo por que sus prestaciones aumenten al ritmo del incremento del coste de vida, sino también por la educación y la sanidad pública o el derecho a la vivienda.

Uno de los que acude puntualmente a la cita –aunque hoy les acompañe la lluvia– es Roque Martínez. Llegó con 15 años a Cataluña haciendo el viaje desde Huéscar, un pueblo de Granada. A pesar de empezar a trabajar en la construcción y el metal, con la puesta en marcha de TV3 logró una plaza haciendo producción de deportes. Allí estuvo siempre implicado en el comité de empresa, desde donde arañaron a la dirección varias mejoras del convenio. La seguridad de ser un empleado público le ha permitido llegar a la jubilación sin graves preocupaciones económicas pero tampoco grandes lujos: "He ganado un sueldo digno por vivir, calentar y enfriar la vivienda".

El momento de pasar a ser pensionista lo pensó mucho y finalmente decidió adelantarlo dos años, a los 63. Le recuerda como un día “entranyable”, con una fiesta en la que muchos de sus compañeros participaron para regalarle una mesa de paddle surf y un megáfono para seguir levantando la voz en el activismo. “No hemos logrado detener ese deterioro y privatización que se está produciendo en los servicios públicos, pero [a la gente mayor] se nos tiene en cuenta mínimamente, porque hay que votar cada cuatro años y porque hemos salido a la calle cada semana”, reivindica. Ahora tiene 67 años y le espera un nuevo cambio de etapa. Se trasladará a Vilanova y la Geltrú, para vivir más cerca de su hija –que cobra “un sueldo de miseria” y al que ayuda siempre que puede– y sus dos nietos.

Pedro García, Encarna Ruiz y Roque Martínez, en un bar en el centro de Badalona.

A Martínez le acompaña Encarna Ruiz, que admite que todavía lleva alcaparras a sus dos hijos adultos. Ellos ya le bromean sobre la baja probabilidad de hacerla abuela mientras el coste de la vida sea tan elevado. "No podrían mantenerlos, uno de ellos debe compartir piso", dice. Ruiz también nació en un pueblecito de Granada, pero en sus primeros años de vida la familia –eran siete hermanos– siguió el trabajo del padre, trabajador de los pantanos estatales, por el Pirineo aragonés y la Franja hasta establecerse en Santa Paloma de Gramenet. Su primer trabajo fue antes de cumplir los 15 años, en una oficina en la que tenía que “mentir mucho” porque el jefe le pedía que inventara excusas para no coger el teléfono. Después pasaría también por un taller de botones, una imprenta de Barcelona donde el propietario quiso pagarle 100 pesetas menos el día que se puso enferma y una empresa textil que cerró cuando ella estaba embarazada y con un hijo pequeño en la guardería . "He cambiado muchos trabajos, todos mal pagados y con malas condiciones", critica.

A Ruiz la maternidad le supuso dar un paso atrás en su carrera profesional. “Tienes que encontrar un trabajo para compaginarlo con tu pareja, que es quien tiene el sueldo estable. ¿Y quién hace las renuncias? Pues tú”. Precariedad, malos horarios, lugares en los que las medidas de seguridad eran cuestionables, sin seguro y con juicios contra la empresa por incumplimientos. Éste fue su historial laboral hasta los 48 años, cuando una amiga la avisó de las oposiciones para entrar en Correos y logró una plaza. Sus últimos 18 años como asalariada les pasó a la empresa pública, pero el cálculo de la pensión –se realiza en base a los últimos 25 años cotizados– la ha penalizado. Lo que gana le basta para llegar a finales de mes, renunciando a caprichos que le gustaría darse de vez en cuando. "Podemos vivir porque cuando éramos más jóvenes compramos un piso, pero con los ingresos que tengo ahora, si tuviera que pagar una vivienda debería ser una okupa más".

El tercero del banco es Pedro García, que tiene muy claro por qué le ha quedado una pensión mínima, pese a llevar trabajando desde que era un chiquillo de 10 años y montaba cajas de zapatos en un taller. Pero a esta respuesta llegaremos un poco más adelante. Antes hay que saber que nació en Marruecos, que su padre era alcohólico y un maltratador y que con su madre y su hermana se escaparon pasando por Elche, Francia y aterrizando en Granollers. En Catalunya entró en el sector de la hostelería hasta que le cambió por la metalurgia, donde el convenio era mucho mejor. Durante más de dos décadas pudo ganar un sueldo con una cotización alta y anotarse victorias sindicales como la equiparación entre hombres y mujeres por categorías profesionales. Pero en 1994 la quiebra “de malos modos” de la empresa donde trabajaba en Badalona, ​​el fabricante de equipos de encendido electrónico de motos Motoplat, lo dio la vuelta todo. "A partir de ahí, todo fue precario hasta que compré una licencia de taxi".

Al volante tenía que poner más horas que en la fábrica y también sufrió la irrupción de aplicaciones de transporte como Uber o Cabify, pero sacaba suficiente para vivir. "Si en los últimos años pasas de ser asalariado a ser autónomo, la jubilación es de pena", reconoce García. Reivindica que después de haber luchado toda su vida debería cobrar más de lo que la Seguridad Social le ingresa mensualmente. "Los gobiernos han logrado que la gente se haga a la idea de que ya no cobrarán pensiones, ya partir de ahí hay un conformismo que es peligroso", espeta.

Una vida igual de activa

Es complicado encontrar un agujero para coincidir con Toni Sender, aunque su agenda apretada ya no sea la del directivo de una multinacional estadounidense, sino la de un jubilado barcelonés de 65 años. Después de estudiar ingeniería industrial, su primer trabajo fue en Seat –“estuve muy contento porque era una empresa de aquí y de coches”–. Pero algunos movimientos internos le empujaron a marcharse y Sender acabó convirtiéndose en uno de los primeros 30 empleados que en 1986 empezaban en una pequeña fábrica en Terrassa. Entonces las siglas HP no eran muy conocidas, pero ese centro de trabajo iría creciendo hasta emplear a 2.500 personas en Sant Cugat del Vallès. Sender dedicó casi toda su carrera laboral al grupo de informática fundado por Bill Hewlett y Dave Packard en California. Su rol fue sobre todo de gestión de proyectos, con mucho contacto con otros equipos de fuera, y le forzó a vivir algunas temporadas –“nunca más de tres meses”– en países como Estados Unidos.

Toni Sender tiene una jubilación muy activa.

A medida que se hacía mayor, ganó en experiencia y tranquilidad, pero confiesa que, llegando a la frontera de los 60, este mundo corporativo también le desencantó un poco. “La empresa no pasaba por uno de sus mejores momentos e hizo una limpieza de dinosaurios por temas organizativos”, explica. Sender tenía 61 años, se marchó con una buena indemnización y no se jubiló efectivamente hasta el año siguiente: “Si económicamente me lo podía permitir no quería entrar en un nuevo trabajo”. Pero su etapa como pensionista –complementa el subsidio público con el plan de pensiones que tenía como empleado de HP– se ha llenado rápidamente con una serie de actividades: Sender se ha apuntado a varios cursos universitarios, da clases de refuerzo a jóvenes extutelados, entrena una sección de rugby touch, elabora cerveza artesana y vinos, y se ha autopublicado dos libros. El último, una obra divulgativa sobre la figura del caballero medieval urgelense Arnau Mir de Tost.

La última jubilación de este relato es la de una persona que –como otros muchos migrantes venidos a Catalunya– acabó su vida laboral muy lejos del lugar donde nació. Fernando Daniel Saz, el Topo, se crió en un barrio periférico de la ciudad argentina de Rosario. Hijo de un trabajador del ferrocarril despedido después de una huelga que había montado un pequeño negocio de repartir diarios, se marchó de casa con sólo 16 años. Empezó haciendo de pintor de obra y el golpe de estado de la dictadura de Videla le enganchó durante el servicio militar. La situación política y la inflación desmedida del país le convencieron de seguir los pasos de otros compañeros militantes de izquierdas que habían cogido un avión hacia España sin billete de vuelta. "El 15 de junio de 1978 aterrizaba en Madrid", recuerda. En el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, había conocido a una pareja de catalanes exiliados que hacían el viaje a la inversa con el fin del franquismo y lo acogieron durante un tiempo en Barcelona, ​​donde aún vive en el barrio de la Sagrera.

Fernando Daniel Saz se ha jubilado en Catalunya, pero nació en Argentina.

A partir de ahí, Saz hizo de conserje en un hostal, de vendedor ambulante de café o comercial de cursos de idiomas en una empresa que resultó ser una estafa. Todo siempre desde la economía sumergida y con la incertidumbre de vivir en situación "alegal", como prefiere decir. “Durante muchos años pensé que si no abría la boca nadie sabría que era argentino”, recuerda riendo. La estabilidad –relativa– la encontró como vendedor de artesanía, primero en ferias y mercados de todo el Estado, y después con una pequeña tienda en la calle Verdi, en el barrio de Gràcia. Sin embargo, el negocio sufrió de lleno la Gran Recesión y tuvo que cerrarlo en el 2013, cuando tenía 59 años y ya empezaba a imaginar cómo sería la vida de jubilado. “Iba al SOC y me decían que no había nada para mí. Ni trabajos ni prestaciones, porque había sido autónomo”, dice Saz. En un momento tan bajo como aquél, el golpe de suerte le llegó a través del activismo, ya que Ecologistas en Acción –donde se ocupaba de los temas relacionados con los contaminantes hormonales– le fichó como coordinador para Catalunya. Una vez jubilado le ha quedado la pensión mínima. En España, el subsidio máximo que puede recibir un pensionista en 2024 es 3.175,04 euros al mes y el más exiguo es de 825,2 euros si la persona no tiene cónyugue a cargo.

Éstas son sólo seis de las 1.537.562 personas que, según el Idescat, en el 2022 cobraron una pensión en Cataluña (donde el importe medio es de 1.409,82 euros). Cada una con su historia, cada una con una carrera laboral en la que no siempre pudieron elegir.

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