Es un mal augurio que, junto a la menguante participación –41.500 manifestantes en toda Catalunya, según cifras oficiales–, uno de los hechos diferenciales de la Diada de este año haya girado en torno a la líder de Aliança Catalana, Silvia Orriols, que aplaudida o pitada ha logrado la cuota de protagonismo que quería. Y aún suerte de la lluvia que lo ha aguado todo. La amenaza de la ultraderecha es, sin duda, una desazón nada menor, tanto en Cataluña como en España y en toda Europa. Pero precisamente porque resulta inquietante, no se puede ignorar ni se le pueden dar alas.
El inteligente sería –es– abordar con respuestas serias y factibles, sin falsas promesas populistas, el malestar popular que la ultraderecha capitaliza de forma demagógica. ¿Cuáles son las cuestiones que Alianza y Vox explotan demagógicamente? El incremento poblacional fruto de un nuevo flujo migratorio, la consiguiente tensión de los servicios sociales básicos –educación, sanidad, atención a la pobreza...–, la disminución del uso social del catalán –en el caso de Vox, la supuesta discriminación del castellano en la escuela, una lucha en la que cuenta a favor con la justicia, como se ha visto de nuevo –con la islamofobia como bandera–. No son asuntos menores ni fáciles.
Ante estas realidades, hay que hablar claro: no hay una varita mágica para arreglar retos de este calibre, que, por otra parte, no son exclusivos de Cataluña. Toca explicar, de entrada, que en ningún caso se pueden abordar cuestiones sociales, económicas o identitarias complejas como éstas buscando culpables fáciles, a menudo los que no tienen cómo defenderse. Todos tenemos memoria todavía bastante reciente de barbarias históricas contra colectivos convertidos en chivos expiatorios. Hará ahora 50 años de la muerte del dictador Franco y este septiembre ha cumplido 80 del fin de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. No deberíamos olvidar.
Cataluña, dentro de una Europa que se tambalea, tiene una sociedad compleja y plural que, gracias a un régimen democrático con medio siglo de vida, pide necesarios equilibrios, pactos y consensos si quiere seguir avanzando en soberanía y progreso. Convertir los debates en luchas polarizadas de buenos y malos siempre termina mal. La cohesión social, basada en la preservación de la convivencia como principal tesoro, debe ser la norma. Una norma que Alianza y Vox se saltan olímpicamente todos los días, con declaraciones inflamadas, convirtiendo a ciudadanos desconocidos y vecinos cercanos en enemigos mortales. Esta actitud debe denunciarse sin tapujos. En este sentido, el clima que se está instalando en España es otro mal augurio.
Pero más allá de denunciar la demagogia de la ultraderecha, hay que entrar en los debates sectoriales críticos –inmigración, lengua, servicios sociales, pero también turismo, energías verdes, movilidad, creación de riqueza– aportando políticas concretas y haciendo pedagogía de las dificultades y de la necesidad de respetar a todos, piense lo que piensen. Da igual como lo que ha ocurrido con el Proceso, cuando de manera dura y dolorosa se aprendió que hay que leer bien la realidad social si de verdad se quiere transformarla. El realismo político es un compañero de viaje necesario. Los ideales se trabajan día a día, conversación a conversación, acuerdo a acuerdo. Y quienes siembran la discordia forman parte del problema.