España quema. La cadena de incendios simultáneos en Galicia, Castilla y León, la Comunidad de Madrid, Andalucía, Extremadura y Valencia está desbordando a los bomberos y agregando el ya de por sí tienes entorno político. El fuego real y el metafórico fuego político se están retroalimentando. La pugna fratricida de la derecha y la izquierda ha encontrado en este episodio de incendios forestales otro motivo de sobrecalentamiento. En esta España políticamente fracturada todo se aprovecha, también la tierra quemada. Ni en casos de desastres naturales como éste la política española hace ninguna concesión, da ninguna tregua.
Ante unos incendios en territorios autonómicos gobernados por el PP, el gobierno estatal socialista ha salido a hurgar en la gestión deficiente. Ciertamente, hay motivos para poner el dedo en la llaga. Pero las formas, como las del ministro de Transportes, Óscar Puente, a menudo traicionan las intenciones. Resulta evidente que la simultaneidad y la virulencia de los incendios han cogido a contrapié a los equipos de emergencias de algunos territorios, que han tenido que solicitar ayuda a la administración central por su falta de efectivos. Legítimamente, pues, la Moncloa de entrada debería haberse ceñido a remarcar su decisiva y necesaria colaboración, que ya pone en evidencia, por sí misma, las posibles carencias en materia de extinción de incendios –y muy probablemente también de prevención– de quienes tienen la responsabilidad autonómica directa.
Porque, en efecto, y en especial en Castilla y León, pero también en Galicia, muchos de los ciudadanos afectados por las llamas han señalado la precariedad con la que están trabajando los bomberos que dependen de la Junta. La muerte de un voluntario, los diversos heridos graves y las imágenes de vecinos apagando el fuego en primera línea con medios precarios –por ejemplo en Pareisás, Ourense– son cosas impropias de un avanzado país. La afectación es muy grande, con miles de personas evacuadas y la evidencia de que la situación sigue fuera de control en varios flancos, donde los bomberos, desbordados, están llegando tarde. Es verdad que, con el cambio climático y las consiguientes altísimas temperaturas, los incendios son cada vez más virulentos e imprevisibles. Pero ahora esto no deja de ser un mantra muy repetido. No puede seguir viniendo de nuevo. Algo no se está haciendo bien. Nada bien.
Y no se trata tanto de que los políticos estén al pie del cañón, o de la manga, desde el primer momento –que también: los que no están cuando toca, quedan retratados– como sobre todo que las políticas públicas antiincendios sean sólidas, a largo plazo, con presupuestos y efectivos adecuados, y no sólo durante los meses de calor. A estas alturas es sabido y repetido que los incendios se apagan trabajando en los bosques en invierno. Y que la pedagogía ciudadana también es crucial. En Catalunya parece que hemos aprendido la lección, pero no se puede bajar la guardia.
En las regiones ahora afectadas en España se han puesto vidas en riesgo, hay decenas de miles de hectáreas de territorio rural calcinadas (cultivos y bosques; también parajes patrimoniales protegidos por la Unesco, como el entorno del yacimiento romano de Las Médulas) y las pérdidas económicas en el campo. El cambio climático obliga a la máxima responsabilidad y colaboración entre administraciones. Con el fuego no se juega.