Estados Unidos

Biden, los primeros cien días de un presidente que "no es Trump"

Consigue la aprobación mayoritaria pero no derriba las trincheras partidistas

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El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en la cumbre de líderes  por el clima.

Cien días de mandato de Joe Biden han tenido un efecto balsámico en Washington. Después de cuatro años de infarto informativo, la capital estadounidense ha recuperado los fines de semana. Ya no hay tuits presidenciales que sobresalten a todas horas, no hay declaraciones provocadoras ni alarmantes. La población disfruta del efecto sedante del cuasi octogenario presidente incluso cuando solo han pasado cuatro meses del asalto al Capitolio, momento culminante de la huracanada presidencia de Donald Trump.

Pero Washington no es Estados Unidos y cien días en la Casa Blanca no han servido para que Biden haya podido hacer realidad uno de sus objetivos: “Sanar el alma del país”. Una reciente encuesta de Reuters/Ipsos recoge que el 55% de estadounidenses aprueba su trabajo, mientras el 40% lo suspende. Su antecesor no alcanzó jamás el 50% de aprobación, pero lo cierto es que la valoración positiva de Biden está por debajo de la que obtuvieron antes Barack Obama o George W. Bush en este periodo. Y es que tres meses de presidencia no han derribado las trincheras ideológicas. Los votantes republicanos suspenden al presidente, que solo parece haber ganado terreno entre los votantes independientes. Claro que es difícil valorar positivamente a un mandatario si existe la convicción de que llegó al cargo robando las elecciones.

La principal virtud de Joe Biden para quienes lo apoyan es que “no es Trump”. Esa es la expresión más repetida según una nube de palabras compartida por NBC el pasado fin de semana. “Tiene problemas cognitivos” es, por el contrario, la más repetida por sus detractores. Significativo, porque el comentario refleja los problemas que los republicanos están teniendo para deslegitimar políticamente a Biden. Su oposición en bloque a los proyectos legislativos demócratas no parece tan unánime entre sus votantes, la mitad de los cuales aprueba al paquete de estímulo económico de 1,9 billones de dólares para combatir los efectos de la pandemia, el primer y, por ahora, único gran logro legislativo de Biden. A falta de votos republicanos, la Casa Blanca se remite a las encuestas para defender su vocación bipartidista, una de las promesas de Biden durante su discurso de investidura.

La mejor valoración, un 65% de aprobación, la obtiene por el manejo de la pandemia. Tras la desastrosa gestión de su antecesor, que obvió las medidas de salud pública y fio la suerte de su país a las vacunas, Biden ha logrado poner en orden su distribución y ha delegado en los expertos médicos y científicos el mensaje gubernamental. Viejo zorro de la política, el mandatario prometió por lo bajo (100 millones de dosis para los cien primeros días de mandato) para celebrar por todo lo alto (el 22 de abril se alcanzaron los 200 millones de inyecciones). Cerca de 100 millones de personas ya están completamente vacunadas y la vida comienza a recuperar una cierta sensación pre-pandémica.

Por el contrario, la inmigración le ha ocasionado a Biden los mayores dolores de cabeza. Detuvo la construcción del muro ordenada por Trump, pero ha mantenido la expulsión en caliente de las personas detenidas en la frontera con México, con la excepción de los menores de edad. Una excepción que ha hecho que decenas de miles de niños y adolescentes hayan entrado en los primeros meses del año en Estados Unidos enviados en muchos casos por unos padres que se quedan al otro lado. Aunque no de forma activa como en el caso de la administración Trump, las políticas de la Casa Blanca también han tenido como consecuencia la separación familiar.

Joe Biden, que ha tratado de recuperar para su país un liderazgo mundial diezmado por Trump, ha reivindicado igualmente el papel intervencionista del gobierno federal, aunque necesitará del improbable apoyo republicano, o de atajos procedimentales, para hacer ley de sus propuestas. Su plan de inversión en infraestructuras, por valor de 2,3 billones de dólares, se encuentra dando sus primeros pasos en la procelosa negociación política de Washington. Una inversión astronómica que se sumaría a los 1,9 billones de dólares del paquete de estímulo ya aprobados y a los 1,8 billones que esta madrugada tenía previsto solicitar al Congreso durante su primera intervención como presidente ante ambas cámaras. Este último sería el presupuesto para nuevas inversiones en educación y atención infantil con las que fortalecer los endebles sistemas de protección social de Estados Unidos. Lo financiaría con una subida de impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones.

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