La narrativa de Putin a la hora de hacer estallar la guerra es tan incisiva como su titular más llamativo: "Hay que desnazificar a Ucrania". Y es así, evocando el nazismo y los horrores de la Segunda Guerra Mundial –incluido el Holocausto– que Putin avanza en el objetivo de deslegitimar al presidente Volodímir Zelenski y su equipo tildándolos de pandilla de delincuentes y drogodependientes. Además, resulta que Zelenski es judío. Pero no, no se trataba de desacreditar y estigmatizar –al menos de entrada– la religión o cultura judías sino, simplemente, constatar y repetir que el presidente de Ucrania es judío. Y por sí solo el concepto fue abriéndose camino hasta incorporarse a la narrativa.
La segunda vez que sale la cuestión judía es en julio del 2022, cuando el ministro ruso de Asuntos Exteriores Seguei Lavrov asegura que “Hitler llevaba sangre judía”. La formulación es tan infundada y chapucera que el propio Kremlin debe intervenir para corregirla. Pero Putin mantiene su guión y, en algún momento equipara las sanciones occidentales contra Rusia a “un pogromo antisemita”.
La palabra judío y todas sus acepciones colaterales continuarán emergiendo en la narración belicista rusa. Hasta que en octubre del 2023, a raíz de la escalada israelí contra Gaza, por los atentados terroristas de Hamás, estallan altercados violentos en Makhachkalá, la capital de Daguestán –similares a los que estallaron el pasado junio– con un claro componente antisionista y antisemita a la vez. Durante unos días resurge la hostilidad secular contra los judíos, y aunque el Kremlin detiene el estallido, nada dice de los gritos de odio antisemita, ni condena a los asesinatos de Hamás.
Vínculos con Hamás
Y es precisamente a partir de ahí que Putin intentará y conseguirá sacar provecho de la masacre de miles de palestinos. Pide un alto el fuego que nadie acepta, y responsabiliza a EEUU. Ésta es la oportunidad que esperaba Putin de erosionar y confundir a los occidentales. En esto coinciden tanto los informes de The Economist como los de la BBC publicados en octubre del 2023. El Kremlin se aleja de Israel y refuerza los vínculos con Hamás, lo que satisface a China y, de rebote, a los grupos de izquierda radical europea, antiamericana y antisionista –d origen comunista, y algunos también antisemitas—, capaces de condenar, con razón, el horror que provoca Israel en Gaza. Pero capaces, también, de ignorar las matanzas del ejército de Putin en Ucrania. Ya he dicho que mucha de esa izquierda es de origen comunista. Comunista de matriz soviética. Precisamente de dónde proviene Putin.
Se mantiene, pues, en Rusia un antisemitismo recurrente e instrumental, invisible durante décadas pero que se ha mantenido latente e interiorizado. Y ahora vuelve a circular en la vida rusa aprovechando la ambigüedad calculada del putinismo, que le ha incorporado a su narrativa, siguiendo las pautas de una ley no escrita pero real.
En 1952 Stalin, poco antes de morir, ordenó el fusilamiento del Comité Antifascista Judío. En noviembre de 1947 había ordenado que Bielorrusia, Ucrania y la URSS, los tres estados soviéticos representados en la ONU, votaran a favor de la partición de Palestina en un estado judío y otro árabe. Pero finalmente el veneno antisemita se impuso. Hasta el punto de que, desaparecida la URSS, los políticos rusos liberales de origen judío como Grigori Yavlisnki y Mijaíl Jodorkovski sabían, explicaban, que quizás sí podrían llegar a ministro, incluso a primer ministro. Pero en modo alguno a presidente de Rusia.