Un gobierno de coalición, por definición, es una alianza de intereses circunstanciales, creada por los caprichos de la aritmética parlamentaria. A la fuerza debe ser dinámica, tensa, incómoda y llena de reproches y abatidos, aunque sea de cara a la galería. Al fin y al cabo, se trata de dos o más partidos distintos cediendo por pura necesidad. A partir de ahí, los periódicos que hacen oposición sistemática quizá deberían rebajar el tono de su relato. Uno de los misterios del periodismo político es la capacidad de vender infinitas veces la inevitable ruptura de la coalición que sustenta el gobierno Sánchez. No pasan muchas semanas que alguien titula con tremendismos: que si "máxima tensión", que si "al límite de la rotura". Como si la política no fuera el arte de practicar quien pasa, año empuja. Además, Sánchez es el Maradona de ir empujando años con su implacable bota de superviviente. "La vivienda rompe la unidad de los socios de gobierno", titula La Razón. El Mundo va más allá: “grietas en una coalición que mantiene las apariencias” y lo acompaña de una foto de familia donde todo el mundo sonríe. Sólo les faltaba añadir con Photoshop unos puñales.
Es un bucle muy pesado. Se forma la coalición e, inevitablemente, los titulares hostiles hablan de ella en términos de gobierno Frankenstein. Aparte del detalle de que Frankenstein era el doctor y no la pobre criatura, este marco mental contrario a las alianzas acaba defendiendo un sistema político bipartidista y encorsetado, que ofrece una ilusión de pluralidad en la alternancia entre dos. Una vez que el ejecutivo ya gobierna, entonces los periódicos ya sólo informan de sus tensiones internas. Miren “tensión máxima” en la hemeroteca y no terminarán los resultados. La repetición de este ciclo, narrado con el dramatismo de una canción de Pimpinela, aleja a los lectores de la prensa.