Escena de la película 'Saltburn'.
2 min

Cuesta entender las razones que han traído Saltburn (Prime Video) a convertirse en la producción que los medios están vendiendo como un fenómeno. Dos horas de película que más vale dedicar a cualquier otro propósito antes que perder el tiempo con esta farsa pretenciosa y ridícula. Una ficción con ínfulas deEl talento de Mr. Ripley, pero que en realidad se acerca más a un conglomerado de vídeos para correr en las redes sociales. Un ejercicio artificioso. Saltburn es superficial, vacía, esteticista, de una provocación infantil y gratuita. La directora Emerald Fennell seguramente pretendía realizar una película compleja, psicológica, perturbadora, profunda e inquietante. Pero ni emociona, ni incomoda, ni sorprende.

Dos chicos se conocen en la universidad. Uno es hijo de una familia aristocrática, atractivo y popular. El otro, un estudiante pobre, triste y solitario. La amistad que nacerá entre ambos llevará al chico rico a invitarle a la mansión familiar inglesa, en Saltburn. Y aquí empezará el delirio. Un grupo de personajes enfermizos compartiendo salones, cenas de etiqueta y piscina. Los protagonistas, interpretados por Barry Keoghan y Jacob Elordi, no tienen ninguna química entre ellos. Ponen cara de manzanas agrias para fingir una vida interior agitada. La directora no se sale a la hora de construir el conflicto: ni se sale con la atracción mutua ni los celos. Incluso en algún momento insinúa una supuesta homosexualidad que sólo utiliza con fines libidinosos más bien gratuitos. De hecho, todo lo que resulta sexual es forzado, como si estuviera añadido como estrategia de marketing para escandalizar a adolescentes beatos. Los actores están cosificados. Las escenas más provocadoras que se han hecho virales son tan artificiosas que en vez de encandilar hacen reír. La secuencia de la bañera, la de la seducción de la hermana, la de la tumba y el videoclip final con desnudo integral parecen concebidas para ser explotadas en TikTok. La transformación psicológica de los protagonistas es caprichosa ya partir de golpes de efecto. Los personajes están construidos a partir de una excentricidad elemental. La actriz Carey Mulligan queda reducida al disfraz. Se intuye un juego estético de contrastes temporales, con la duda de si esto ocurre de forma fortuita o querida. La acción transcurre a principios de los 2000 como una película de época. Y es ese contraste el que otorga al filme una vertiente estética golosa, efluvios de Regreso a Brideshead con dosis modernizadoras deEuphoria. Fennell, que disfruta con las historias que se articulan en torno a la moralidad, intenta hablarnos de la perversidad del elitismo y cómo la aristocracia decadente, estulta y aburrida utiliza a las personas como títeres. Pero los actores han acabado pareciendo a todos un grupo de juguetes arrastrados a una pantomima afectada. Las referencias literarias, artísticas y musicales sirven para añadir un toque de intelectualidad a la tontería, pero el resultado es autocomplaciente e irrelevante como uno reel de Instagram. Saltburn se ha vendido como una producción provocadora, pero todo lo que consigue provocar es una mueca.

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