La Última

Bru Rovira: “Los penúltimos, en vez de mirar hacia arriba, putean a los últimos”

Periodista, autor de 'Matar al director'

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La profesión periodística más veterana está alborotada estos días leyendoMatar al director (Navona), la novela negra recién publicada por Bru Rovira (Barcelona, 1955). Rovira trabajó veinticinco años en La Vanguardia como reportero y enviado especial a Ruanda, Balcanes y Congo. El libro comienza con el director de un diario centenario de Barcelona que aparece muerto en unos apartamentos que se alquilan por horas en el Paral·lel. Lo investigará una antigua reportera de guerra desencantada con el periodismo. A qué colegas homenajea y con quienes pasa cuentas Bru Rovira es, solamente, uno de los alicientes de la novela.

Tu último libro es una novela negra que no sé si debe leerse como un homenaje al periodismo o como una crítica.

— Ambas cosas, ¿no? Un homenaje a mi historia como periodista, con la que he sido feliz y me lo he pasado muy bien, y una crítica melancólica y algo irónica sobre esta deriva que está cogiendo el periodismo, que ya no tiene ese papel que tenía antes.

¿Cuál es el papel que tenía antes y ahora no tiene el periodismo?

— Hay muchos elementos. Me gustaba mucho el trabajo colectivo. El diario lo pensábamos gente muy diferente, de ideas distintas, de edades distintas. El mundo es muy complejo y entre todos discutíamos las cosas que eran importantes y las que no lo eran tanto. Esto ahora no se hace así. Ahora hay un debate entre lo importante y lo comercial, eso que llamamos el algoritmo. Y se acaba imponiendo lo comercial, el algoritmo, los likes, la cuota de audiencia. Y si no paramos esto, acabaremos mal. El periodismo es el espacio público de conversación de la sociedad. Si en este espacio sólo hablamos de cosas comerciales, terminaremos sacrificando toda la parte intelectual, de análisis.

¿Estoy hablando con un periodista o con un ex periodista?

— Un periodista lo es toda su vida. Nos hacemos periodistas por vocación, de muy jóvenes, y eso nunca lo pierdes. Lo que no soy es un periodista en activo, evidentemente.

Si ahora fueras periodista en activo y fueras a Valencia, a cubrir la última tragedia que hemos vivido, con el incendio del bloque de pisos de Nou Campanar, ¿qué te gustaría contar?

— Hombre, la gente. Ese edificio, pero visto desde la gente. El otro día oí una crónica, con una chica que decía: “Hay gente que ha perdido a algunos de sus familiares y otros que lo han perdido todo”. O sea, los que habían perdido a familiares habían perdido menos que los que habían perdido el piso. Estamos atrapados en un periodismo de “Ya estoy aquí, estoy haciendo la crónica y tal”, pero en realidad estamos mareando la perdiz, sólo nos interesa ese momento.

Una vez hubieras contado las historias humanas también podrías fijarte en cómo se ha hecho negocio y se ha especulado con el derecho principal de las personas, que es el de tener una vivienda digna.

— Es una historia que la puedes contar en vertical, toda la especulación, o a través de la gente que ha vivido allí, que seguro que te cuentan mil historias de cómo han comprado el piso. Allí hay una historia moderna de la vivienda, del inmobiliario, y debe averiguarse. Pero no creo que lleguemos muy lejos. En diez días la gente se olvidará.

Como esta entrevista lleva por nombre La última, déjame que te pregunte por una frase de Matar al director: "Los penúltimos siempre van contra los últimos".

— Sí, es de Primo Levi. Vivimos en un mundo en el que todo el conflicto termina dándose abajo, entre la gente que sufre. Es la idea de que toda la crueldad, cuando no se pueden solucionar las cosas, afecta a la gente más humilde. Quien sufre las guerras es la gente más humilde: los soldados, las familias... Y, en cambio, hay gente muy protegida, a la que no les pasa nada y que en realidad están provocando los conflictos. Es una idea muy pesimista de Primo Levi. Él lo vio en los campos de concentración: cuando pones a una gente en una situación límite, acaban peleándose entre ellos.

En las calles de Barcelona, ¿quiénes serían los últimos y quiénes los penúltimos?

— Hombre, toda la gente invisible que hay, éstos serían los últimos. Hay mucha gente invisible en esta ciudad, que no tienen papeles, que no tienen trabajo, que no tienen piso... Y después hay unos, que serían los penúltimos, que se están quejando del inmigrante, y acaban siendo los que putean a los últimos, en vez de mirar hacia arriba, que es donde están los problemas. Es esta dificultad que hace que los sectores más desfavorecidos no estén ahora representados en la lucha política. Antes se hacía con partidos, con sindicatos, estos sectores ahora están invisibilizados.

Hablando de frases, ¿esa que dice que “Los últimos algún día serán los primeros” es mentira?

— Es mentira, es mentira. Esto es el catolicismo, ¿no? Es algo que nos va bien para tener fe, pero no para cambiar el mundo.

Otra de las reflexiones que hay en tu último libro es esta dicotomía entre vivir la vida y pensar la vida.

— Yo soy más de vivir la vida. Mojarte te hace más sabio. Me fío más de la persona que ha vivido cosas y que entonces piensa. Por ejemplo, si dejáramos hablar a la gente que ha vivido guerras, serían pacifistas. No creo que la gente que ha vivido una guerra crea en la guerra. Y, en cambio, hay ahora una épica de la guerra, un entusiasmo, pero es de gente que no la ha vivido.

¿Me sabrías decir cuál es el objetivo último por el que te hiciste periodista?

— Por curiosidad. Por vividor. Yo nací en un país, en la época de Franco, donde en el pasaporte todavía había una lista de países prohibidos a los que no podías viajar, pero lo que querías hacer era salir por el Pirineo e ir a conocer el mundo. Primero es la curiosidad y después te vienen las ganas de comprender, de leer, de documentarte. Cuando tienes curiosidad, la quieres llenar de todas las formas posibles.

Cuéntame un recuerdo que conserves de la última guerra en la que estuviste.

— Hostia, ahora nos pondremos sentimentales. Siempre tengo imágenes de personas solas en las guerras. Una en Ruanda, por ejemplo, de una niña a la que le habían matado toda la familia. Salía de casa y me dio la mano, una mano caliente. Estaba abandonada allí en medio. Es un recuerdo que me tortura siempre. También una imagen de una mujer caminando sola, con un bolso, vestida de negro, que la subí al coche. Sólo llevaba un pasaporte yugoslavo, que ya no servía para nada, y le habían matado a su hijo y su marido. Estas imágenes de vida rota, de lo absurdo, son las que encuentro más duras. Y entonces vuelves aquí y todo funciona, y la gente está cabreada.

En el libro se nota que, cuando vuelves aquí, has dejado una guerra pero la guerra sigue dentro de ti.

— Sí, y sin embargo yo pienso que ir a los sitios te humaniza mucho. La gente que no va es muy radical pensando. La gente que vamos pensamos que debemos entendernos más, que debemos buscar espacios comunes, que debemos detener esto. Relativizas toda la parte ideológica que existe en los conflictos. Es lo de Winston Churchill, antes del desembarco de Normandía, que cogen una pizarra, miran cuántos muertos puede haber y les parece normal. Cuando tú estás junto a los muertos y los vivos que van a morir, todo esto ya no te parece tan normal. La guerra de despachos y la guerra real son dos cosas muy distintas. La gente que hemos visto cosas duras nos humanizamos. Tenemos una visión del otro menos fantasmagórica. El otro, al que vas a matar, es real. Esta tontería de partir el mundo en buenos y malos no es verdad. La gente normal se destruye como ser humano cuando la pones en una situación de violencia. Y ocurre, porque es como el patio de la escuela: el grupo, el gregarismo, siempre es superior a la libertad de la persona. Cuando hay un momento de gran conflicto, la gente prefiere refugiarse en el grupo, como ocurre en el patio de la escuela: el niño que no se apunta a pegar al débil y le explica lo que ocurre al maestro es un chivato . Estamos en un mundo que se parece bastante a esto. Preferimos al grupo, al gregarismo, formar parte de la parroquia que piensa igual. Preferimos ideas antes que pensar por nuestra cuenta.

Decíamos que en tu último libro existe una crítica al periodismo, pero por encima de todo hay una crítica al poder.

— El poder lo encuentro horroroso, yo. Esa invisibilidad que tiene, esa inocencia, cuando todos estamos viendo que es una depravación. Es un poder que, por ejemplo, está destrozando el planeta. Los intereses extraños del poder siempre acaban ganando.

Trabajaste veinticinco años en La Vanguardia, de 1984 a 2009. ¿Qué recuerdas del último día?

— Que me acompañó el guardia de seguridad y me tomó la tarjeta aquella, que tú entrabas y creías que eras el rey del mambo. Y, de repente, aquello se acaba, se cierra aquella puerta y tienes que espabilarte. Es triste.

¿Con qué sensación te fuiste?

— Con una sensación de derrota, que no me tocaba, que no era hora, que tenía mucha cuerda. Cuando entré en La Vanguardia, que todavía estaba en la calle Pelai, toqué aquella madera y pensé que me quedaría toda la vida.

¿Por qué te echaron?

— Hubo unos despidos colectivos. Porque éramos caros. La teoría de Excel, que también cuento en el libro, no es mía, es de Sergi Pàmies. Cuando los periodistas empezamos a llorar, me dijo: “No tiene nada que ver contigo, ni con tu trabajo ni con nada. Es Excel”. Y es verdad. Tenían gente cara, con contratos antiguos, hicieron despidos improcedentes con esta idea de ahorrar, de salvar a la empresa y no sé qué y no sé cuántos. Crees que van contra ti y no eres nadie. Eres un número para una gente que no tiene ni idea de periodismo, que son hombres de corbata de esos que vienen y que quizás un mes antes han hecho lo mismo en una fábrica de zapatos. Hacen esto y no saben que formar un periodista es caro, lo de “Yo he ido por todo el mundo, le he costado una pasta gansa a la empresa, soy un patrimonio” no sale en Excel. Sólo sale el sueldo y lo que se ahorran, pero no saben que están echando –no sólo conmigo, con mucha gente– un gran patrimonio de experiencia. Así nos va al periodismo, porque cada vez se lee menos.

¿Tu último libro es una venganza?

— Nooo, soy muy poco vengativo, muy poco resentido. Es un divertimento. Me he distanciado. Al principio sí que estás cabreado y querrías sacar el cuchillo, pero con el tiempo te das cuenta de que no sirve de nada, eso, que es mucho mejor hacer algo que todo el mundo pueda leer y que haga pensar. Cuando haces un buen artículo, al final el lector debe pensar por sí mismo. Tú le has abierto ventanas. Con este libro quiero hacer lo mismo.

¿Tú, ahora, si tuvieras veinte años, volverías a ser periodista?

— Yo sí, me lo he pasado muy bien. El problema es que tengo nostalgia de algo que ya no existe. Pero sí, seguro que encontraría mi espacio en el periodismo de ahora. El periodismo es una vocación de vida. Una suerte. Vives de la vida de los demás. El novelista es introspectivo y nosotros estamos acostumbrados a contar a los demás. Es divertido el ejercicio de mirarte a ti mismo, pero prefiero estar en el bar.

¿Prefieres estar en el bar que en casa?

— Hombre, por supuesto. Estar en casa me ahoga. Hay escritores buenísimos con un gran mundo interior, pero yo me he dedicado a contar el mundo. A leer, a ir a los sitios, a volver a leer ya escribirlo después.

Las dos últimas preguntas son iguales para todos. ¿Me sabrías decir el título de alguna canción de El Último de la Fila?

— Hostia, me haces quedar fatal. Mira que he escuchado el nuevo disco y me gusta, pero los títulos no los recuerdo.

Las últimas palabras son las tuyas.

— Gracias.

Bru Rovira en la sede del Colegio de Periodistas
Del Alt Empordà a la Barcelona del Mobile

El Colegio de Periodistas nos ha abierto las puertas de su sede en rambla de Catalunya para acoger la conversación con una de las personas que más ha pensado, respetado y prestigiado esta profesión. En Barcelona es día ajetreado, de Mobile World Congress, y a Bru Rovira lo hemos hecho bajar del Alt Empordà, donde vive y escribe desde hace años.

Él, que siempre ha sido partidario del periodismo de carreteras secundarias, no acaba de estar cómodo con la sobreexposición a estas semanas de promoción del libro. Lo veo en forma, joven con 68 años, con su mochila y su bufanda, que los cámaras le pedirán que se quite para preservar el sonido del micrófono que le colocan en el jersey. Lo acepta, pero no a la primera. Nos pregunta por ARA, donde escribió hasta el año 2019.

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