En el siglo XX, para censurar una información se necesitaba un ejército. En el siglo XXI, sólo es necesario un ordenador. Bien, un ordenador y muchas cuentas en la red social Twitter (por algunos conocida como X). Esto ha pasado esta semana y ya, ni siquiera nos sorprende.
Como si de un patio de colegio se tratase, un grupo de ultras se organizó a través de Telegram para “pegar” a ciertas cuentas y conseguir que las suspendieran con denuncias en masa. Lo suyo hubiera sido que algún profesor presente en el patio les hubiera parado los pies, pero desde hace tiempo Elon Musk (uno no se hace multimillonario porque sí) decidió despedir a todos los moderadores y reguladores de su red social en España. Así que, parece que basta con alcanzar cierto número de denuncias para suspender una cuenta.
Pero lo que me llama la atención no es el método, sino el objetivo. No buscan grandes nombres, ni notoriedad, sus objetivos eran investigadoras, medios de comunicación y científicos que trabajan contra la desinformación. Es decir, buscaban acabar con aquellos que son capaces de entender lo que para el resto de los mortales son simples datos. Personas que pueden destapar las verdaderas intenciones de un hashtag o saber cómo de dónde vino la manipulación de un vídeo. Volviendo a la metáfora del patio del colegio, han ido a dar una paliza al chivato.
Es irónico que, en una época en la que se nombra tanto la palabra libertad, los más censurados sean los vigilantes. Porque libertad no es solo decir lo que uno quiera, es también saber que alguien puede estar en contra de nuestra opinión. O mucho mejor, que informe de qué significa, realmente, eso que estoy diciendo.
Por suerte para la civilización, la red social devolvió sus cuentas a estos vigilantes de la desinformación, aduciendo que había sido un error del algoritmo en la lucha contra los bots. Pero resulta raro pensar que durante semanas hayan sido incapaces de detectar los bots que llevaban una y otra vez a la cárcel a Carlos Sobera o que ofrecían desnudos en su perfil, pero estas cuentas tan humanas hayan caído después de que el grupo ultra se vanagloriase de haberlas denunciado.
Pero lo más triste de todo, lo auténticamente devastador, es que por escribir esta columna, puede que yo también entre en su lista negra. Algunos amigos me han aconsejado que no hable de ellos, porque podrían convertir mi vida en redes en un infierno.
Y así, queridos lectores, es como funciona la censura en el XXI: Evitando hablar de los matones del patio.