'The Crown': la fiesta ha terminado

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Diana y sus hijos en 'The Crown'

The Crown ha llegado al final con una clausura algo ambivalente. Por un lado, un cierre simbólico ya la altura de una producción magistral. Un final emocionante y majestuoso que hace que tanto la serie como los propios protagonistas no depositen demasiadas esperanzas en la institución. “La fiesta ha terminado –dice el duque de Edimburgo–. Todas las cosas humanas están sujetas a la decadencia y, cuando el destino nos llama, incluso los monarcas deben obedecer”. The Crown se corona a sí misma como el retrato de un esplendor que nunca más se repetirá. La historia televisada de una reina one of a kind.

Pero, como si fuera víctima de la misma fatalidad, la serie ha experimentado un declive similar. De la sexta temporada, la primera parte, sobre la muerte de Lady Di, resultó una telenovela mal planteada. La segunda parte se ha convertido en un panfleto propagandístico de la monarquía británica sin muchos matices.

The Crown mantuvo durante muchas temporadas una capacidad incisiva a la hora de reflejar las grietas de la institución más allá de los hechos históricos concretos. Hizo emerger un talante emocional que perjudicaba a la propia institución. También jugó sutilmente con el espectador para provocar reflexiones y dudas en torno a los privilegios. The Crown, sobre todo en las primeras temporadas, mantuvo una mirada republicana o, al menos, de cierta reticencia a la institución. Uno de los puntos fuertes de la serie ha sido una distancia narrativa en la que la Corona era diseccionada con precisión pero sin sentimentalismos, con poca compasión hacia los protagonistas. Una frialdad que la hacía distinta. A diferencia de otras muchas producciones sobre vidas monárquicas, Peter Morgan parecía más interesado en delatar los engranajes de la maquinaria real, tanto en su brutalidad como en las dinámicas más sutiles. Pero en los últimos seis capítulos, The Crown ha empatizado con los protagonistas y después de tanto acompañarles en su trayectoria vital ha acabado sufriendo un síndrome de Estocolmo que ha diluido el espíritu de la serie.

La reina Isabel se ha convertido en una abuela sabia, entrañable y dialogante. Su hijo Carlos, en un heredero paciente más ilusionado con casarse con Camila que al ponerse la corona. El príncipe Guillermo de Gales, en un digno sucesor que entiende de repente la dimensión de su cargo casi como una revelación divina, hipnotizado por un discurso de su abuela. No hay matices ni siquiera en el príncipe Enrique, un cascarrabias secundario. La monarquía se ha reducido a un estereotipo muy plano, sin conflictos internos más allá del sentido de la responsabilidad. Instigan al espectador a experimentar compasión por los protagonistas, ablandados y arquetípicos.

En la última temporada, The Crown, más que cuestionar a la Corona, parece resignarse e incluso encontrarse cómoda.

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