Homenotes y danzas

El empresario argentino que levantó Prosegur

Herberto Gut (1946-1997) trajo a España un negocio que arrancó con la caída de la dictadura

Ilustración
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Es sábado 31 de mayo de 1997. Un Mercedes 500 con cuatro personas dentro circula por la Nacional-I, una carretera que une Burgos con Madrid y que hoy es la autovía E-5. A la altura del municipio de Buitrago de Lozoya, el automóvil sufre un grave accidente y uno de los pasajeros termina muriendo, mientras que los otros tres resultan heridos. El fallecido es Herberto Gut, un ciudadano de origen argentino que, según recogió el diario Clarín, había sido citado a declarar por el juez Baltasar Garzón como testigo en la causa abierta por la desaparición de seiscientos ciudadanos españoles durante la dictadura argentina (1976-1983). Pero por encima de todo, quien acaba de morir es conocido por ser el fundador y propietario del gigante de la seguridad en España: la empresa Prosegur.

La historia de Gut comienza en su Argentina natal, cuando una familia de empresarios del mundo de la seguridad, los Juncadella, de origen catalán, le encargaron estudiar el mercado español para tratar de abrir una empresa subsidiaria. Corría 1975, cuando la España del cambio de régimen llegaba llena de oportunidades. Un año después de ese viaje de exploración, Prosegur ya estaba en funcionamiento. Los Juncadella y Gut no estaban solos en el capital de la empresa, porque algunos bancos españoles decidieron invertir (Banca March, Banco del Progreso y Banco de Madrid). Precisamente fue el vicepresidente de Banco del Progreso –entidad vinculada a la familia March– quien se arrolló el nombre de “Prosegur”. Es de reseñar que la participación de los Juncadella argentinos la tutelaban los Juncadella catalanes, una estirpe de gran tradición en la industria del país. Más allá de anécdotas, cabe pensar que el cambio de régimen también vino acompañado de una época en la que los niveles de delincuencia se dispararon, y un escenario habitual de problemas eran las oficinas bancarias, que rápidamente tuvieron que tomar medidas de seguridad hasta entonces insólitas. ¿Cómo dejó escrito un analista de negocios de La Vanguardia en 1982, “hace sólo un par de lustros, las empresas de seguridad eran una especie desconocida en nuestro país”.

Una de las estrategias iniciales de Prosegur fue dedicar un gran gasto a publicidad, por lo que en los principales diarios del Estado a finales de la década de los setenta no era de extrañar encontrar una página entera hablando de las virtudes de la empresa. Las ramas del negocio que anunciaban en ese momento eran la seguridad in situ, el transporte de dinero, los sistemas electrónicos, los servicios de vigilancia e incluso un curioso método de pago de nóminas en metálico a los trabajadores de cualquier empresa. Los principales competidores de Prosegur eran las empresas Esabe y Sass, que acabaron a manos de Gut. El riesgo de los vigilantes de seguridad en aquellos tiempos convulsos no se limitaba a los atracos de oficinas bancarias, porque los propios trabajadores de Prosegur estuvieron amenazados de muerte por parte de ETA cuando eran uno de los contingentes que realizaban labores de vigilancia durante la construcción de la central nuclear de Lemoiz (Vizcaya). De las amenazas se pasó al secuestro y posterior asesinato de uno de los ingenieros, José María Ryan, fallecido en febrero de 1981.

La gran apuesta de nuestro protagonista llegó en 1982, en el año del Mundial de España, cuando se decidió a comprar la totalidad del negocio a los que hasta entonces eran sus socios. Un movimiento atrevido, pero que a la larga resultó fundamental para que el empresario lograra hacerse multimillonario. Los socios (Juncadella y los bancos) quedaron perplejos de que Gut tuviera los 400 millones de pesetas al contado que ofreció por la empresa, pero más allá de la sorpresa inicial, no tuvieron mucho margen de maniobra para hacerse fuertes. Poco después de deshacerse de sus socios, en 1985, Gut fue el promotor de la que se considera la primera empresa de ciberseguridad del Estado, o “control y seguridad de las aplicaciones informáticas”, como se decía entonces, y que llevó por nombre Scan. En 1987, cuando la facturación subió por primera vez a los 10.000 millones de pesetas (unos 60 millones de euros), Gut decidió sacar a bolsa un 18% del capital. El movimiento sirvió para capitalizar la empresa, pero sobre todo para que su propietario diera un salto dentro del mundo empresarial y financiero del Estado. Estar en el escaparate le sirvió para ser consejero del Banco Popular, y también para ocupar cargos importantes en distintas asociaciones empresariales.

En los años finales de los ochenta, la amistad de Gut con Juan Abelló y Mario Conde le abrió las puertas del Banesto, el banco para el que prestó sus servicios de seguridad. Incluso fue accionista de una empresa, Protecsa, que se creó en la órbita de Banesto. Antes, en la época de Antibióticos, ya había trabajado para el tándem Abelló-Conde. La década de los noventa fue de gran crecimiento para la compañía, que inició una expansión exterior muy agresiva (especialmente la entrada en el mercado latinoamericano en 1995), por lo que en el momento de la desaparición de Gut, Prosegur ya era una gran multinacional.

Tras su repentina muerte, las riendas de la empresa las cogió la viuda, Helena Revoredo, que siguió apostando fuerte por el crecimiento de la compañía y es hoy una de las grandes fortunas de España. Volviendo a lo que explicábamos al principio, la voluntad del juez Garzón de hacer declarar a Gut (recogida también en el libro Don Alfredo, del periodista Miguel Bonasso) respondía a un intento de averiguar si él mismo y la empresa Prosegur formaban parte de la rama financiera de la dictadura argentina (durante mucho tiempo existieron rumores que apuntaban a que la empresa se había utilizado para limpiar dinero procedente de Argentina).

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