EL LECTOR ACCIDENTAL

Cuando queríamos ser normales (el catalán y la normalización)

Desde 2007, al catalán se lo puede tildar de lengua burguesa y subvencionada, inútil y separatista

Vicenç Pagès Jordà
4 min
Adhesiu d’una campanya per a l’etiquetatge en català. Actualment les grans debilitats  de la llengua són en altres aspectes.

BARCELONAHasta el año 1977 me llamaba Vicente. Este era el nombre que aparecía en todos los documentos oficiales, del libro de familia a los boletines de la escuela, hasta que fue posible cambiarlo de manera legal. El cambio coincidió con el paso de EGB a BUP, en el que nos iniciamos en tres lenguas que no habíamos estudiado nunca: inglés, latín... y catalán. En casa teníamos algún libro de Oriol Vergés o de Joaquim Carbó, pero “nos costaba” (como cualquier lengua que apenas has leído). Estudiábamos con los cuadernos de Jeroni Marvà, de una aridez mineral; más tarde descubrí que habían sido escritos en los años treinta.

Era una época de cambios. Surgía el Avui, se acercaba el Estatut, se convocaban elecciones. También es cierto que cuando murió Franco había mucho trabajo hecho: Òmnium Cultural había formado profesores de catalán, había nacido Edicions del Mall (nos llenaba de orgullo tener autores malditos traducidos), disponíamos de las Millors Obres de la Literatura Catalana en edición accesible, y en el comedor teníamos la Gran enciclopèdia catalana. Fue en este contexto que empezamos a oir hablar de la normalización. Nadie sabía qué significaba, pero todo el mundo quería llegar.

En los ochenta, la normalización anunciaba un futuro esplendoroso. Los pedagogos confiaban en el poder catalanizador de la escuela. Los escritores se pensaban que podrían ganarse la vida escribiendo. La filología estaba de moda. Laia publicaba en catalán Hegel y Montaigne, Locke y Filón de Alejandría. El número de títulos batía récords cada año. De repente teníamos conseller de Enseñanza, Semana del Libro en Catalán y Tv3. La Institució de les Lletras editaba Qui és qui, un libro que daba fe de todos los escritores catalanes vivos (llegaron a ser 1.477, concretamente), algunos de los cuales, bajo la forma del escritor del mes, hacían giras divulgativas por el país. Nos normalizábamos y nos modernizábamos. Todo era urbano: las tribus, los hábitos, la narrativa... David Leavitt tenía su segunda residencia en Barcelona, se abrían bares de neón y en la madrugada hacía fino decir “polvo boliviano”. Surgían grupos con nombres como N'Gai N'Gay o Duble Buble. El rock catalán provenía sobre todo de la franja que va de la Jonquera a Salt, con alguna réplica en la Catalunya interior, pero sin mucha presencia en Cap y Casal. No todo eran rosas. En la segunda mitad de los ochenta desaparecían Edicions del Mall y Laia. Al final de la década habíamos perdido cuatro autores insustituibles: Pla, Rodoreda, Espriu y Foix.

En los noventa llegan las televisiones privadas, todas en castellano. En 1996 Aznar inicia la recentralización de España. Aquel mismo año surge el Foro Babel, un encuentro de lloricas que temían que el castellano se desnormalizara en Cataluña. Es el tráiler de Ciutadans, un partido que diez años después pone el catalán en el punto de mira y escala posiciones con una mezcla de legalismos de andar por casa, estética choni, regurgitaciones de españolismo banal y apocalipsis iletrado. Sostenían que el futuro del castellano peligraba, como si no hubieran oído nunca como hablaba el presidente de entonces, José Montilla.

El 2007 la literatura catalana fue la invitada a la Feria del Libro de Frankfurt, y los escritores que escribían en castellano en Catalunya entonaron unas melodías fúnebres que hacían llorar a los niños. Asistimos a la desesperación inconsolable de escritores que utilizaban una de las lenguas más habladas del mundo, que se había enseñado en las escuelas catalanas sin interrupción y que continuaba siendo mayoritaria en Cataluña. Aquel año se abrió la veda. Desde 2007 a nadie le da vergüenza dirigir a la lengua catalana las acusaciones más pueriles: burguesa y subvencionada, inútil y separatista. A la hora de contradecir los hechos más elementales, en 2001 el rey había puesto el listón muy alto cuando había afirmado, sin que se le escapara la risa, que “a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano”.

El 2008 Josep-Anton Fernàndez publica El malestar en la cultura catalana, donde constata que la presunta normalización no ha sido más que una fantasía: “La fantasía es una pantalla que nos protege de un trauma, pero al mismo tiempo es un velo que nos impide de entender qué nos quieren decir nuestros síntomas, el malestar que sufrimos”. Este tono freudiano contrasta con el de Fahrenheit 212, publicado en 1989, cuando la euforia dominaba la escena: “Queremos vivir cómodamente, situarnos, hemos perdido la hipocresía respecto al dinero, el éxito no nos hace ningún asco e intentamos divertirnos tanto como podemos”. Este libro lo firmaba Joan Orja, pseudónimo de tres autores, uno de los cuales era precisamente Josep-Anton Fernàndez. En menos de veinte años, la normalización nos había llevado de la ligereza a la angustia.

En los últimos años, el malestar se ha agudizado. Se van sucediendo las ediciones de la Semana del Libro en Catalán, pero ahora no nos hace tanta ilusión porque constatamos que, después de 38 ediciones, una semana al año no es gran cosa. Vamos cortos de filólogos. El castellano domina la calle, las librerías y las universidades, incluso la que lleva el nombre del Maestro. Es posible subsistir con pocos hablantes, aunque sean bilingües, pero cuesta mucho hacerlo con un Estado en contra. Al cabo de décadas de normalización, resulta que lo que se ha normalizado es el castellano. (Continuarà)

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