Amor y pimienta

Una historia de amor en una sala de cine

Ella siempre acude a la primera sesión, la de la hora invisible, la de los discretos y también la de los solitarios

4 min
'Primera sesión'.
  • Explícanosla, y la periodista y autora de 'Digemem amor', Marta Vives Masdeu, a través de su mirada personal, la convertirá en un artículo semanal en el suplemento 'Ara Domingo'. ¿Nos cuentas tu historia de amor?

Desde la última fila, justo debajo de la ventana del proyector que ilumina suavemente el fondo de la sala, observa cómo ella entra. Silenciosa, discreta, ligera como una emoción. Envuelta con su abrigo verde y el pañuelo de libélulas violetas y la botella de agua bajo el brazo que compra en la parada de palomitas del vestíbulo del cine. Una vez en la sala siempre se sienta en el mismo asiento, el sillón 8B, el segundo junto al pasillo. Lo suficientemente lejos de la pantalla, lo suficiente atrás para tener la intimidad y la soledad deseadas.

Siempre acude a la primera sesión, la de la hora invisible, la de los discretos y también la de los solitarios. La de las versiones originales. Es el momento de la verdad. No es un acto social, sino íntimo. Ni imposturas, ni conversaciones por aparentar, ni primeras citas, ni la ofensa del olor de las palomitas. Tampoco el ruido del maíz frito y salado con desmesura explotando dentro de alguna boca despistada. Ella elige la sala pequeña de arriba, donde a menudo proyectan los clásicos aunque, en ocasiones, estrenan alguna novedad especial que prevén para un público reducido. Cada miércoles, desde hace meses, nunca ha fallado.

A veces está ella sola en toda la sala, pero parece que no le importa. Cuando ella entra, mira al fondo, le busca y le dice "buenas tardes". Él le responde "buenas tardes" pero ella ya ha ido hacia la 8B, se ha quitado el abrigo y lo ha plegado cuidadosamente sobre la falda. A él le encanta la parsimonia con la que hace todo el ritual. Piensa que le gustaría que a ella se le cayera el pañuelo al suelo, o le resbalara el agua de la mano, o que se equivocara de sitio; o que simplemente estuviera ocupado por otra persona y ella tuviera que alterar su costumbre. Así tendría una excusa para acercarse a ella, mirarla a los ojos y ayudarla. Y verla de más cerca. Quizás comentar alguna de las películas o simplemente hablar un poco. Hoy cuando entró nada fue tan fugaz como es habitual. Ella le ha mirado y le ha sonreído. Han sido unos segundos sólo, pero a él le parece que ha tocado el cielo con la punta de los dedos.

A Joan Miquel le gusta ese trabajo, que compagina con los estudios de audiovisuales. Ve las películas gratis, antes que mucha otra gente. Y a menudo alguna la puede mirar varias veces. Le gusta hacerlo porque, en cada lectura, descubre cosas nuevas; un detalle, una intención, otro significado. Un plan que no había visto o un movimiento de cámara que le había pasado desapercibido. Cuando se cierran las luces se sumerge de lleno en el universo onírico y en el pacto tácito de la ficción. Da igual que ya la haya visto, que se la sepa de memoria o que no conozca al director. Desde la última fila, se suelta. Espera que todo el mundo esté sentado y se levanta cinco minutos antes de los títulos de crédito para decidir cuándo abre las luces y guiar hacia fuera a los telespectadores o dejar pasar al lavabo a quien tiene una emergencia. Es un trabajo sencillo, mal pagado, pero a él le compensa. Lo ve como una extensión de su preparación. Y además, desde hace meses espera a los miércoles con el ansia del navegante. Las películas de la primera sesión son siempre más especiales porque las mira simultáneamente con ella. En el mismo momento, en el mismo sitio.

Hoy está un poco inquieto. La pasada semana no fue como siempre. Lo que ocurrió con la película The quiet girl ha alterado el orden de las cosas. Aquella historia pequeña pero profunda, irlandesa, rodada en galés, lo desquició todo. Una niña de una familia muy pobre que pasa el verano en casa de unos tíos que apenas conoce. Unos tíos que conviven con un secreto contundente y al que la niña les cambia la vida. La escena final es de traca y pañuelo. Uno in crescendo que estruja y deja sin aliento. Así es como se queda Joan Miquel desde el sillón de la última fila. Justo cuando está a punto de abrir las luces, en los títulos de crédito siente un lloriqueo que viene de un poco más adelante. La intuye y decide postergar el encendido hasta el final de los créditos. Algunos de los espectadores se levantan y van hacia la salida; pero ella permanece en su butaca, inmóvil. No se levanta hasta unos minutos después de que la pantalla haya fundido a negro. Cuando se levanta no va hacia la salida sino hacia Joan Miquel. Con los ojos y la nariz rojos le pregunta si puede ir al baño, que necesita lavarse la cara. Él le dice que claro. Cuando sale le pregunta si está bien y ella le dice que la historia le ha dejado removida, que necesita digerirla y que hacía mucho tiempo que no le afectaba tanto una película.

Hoy cuando ella está a punto de sentarse en la 8B, ve que hay un pequeño paquete envuelto sobre el sillón plegado. En el papel que lo cubre existe una libélula lila dibujada. Lo abre poco a poco y hay un librito minúsculo, titulado Tres luces, de Claire Keegan. Mira instintivamente hacia atrás, pero no hay nadie. Será la primera vez que los 135 minutos de metraje será incapaz de desconectar y solo esperará impaciente a que se abran las luces de la sala.

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