La ola de bombardeos que Israel llevó a cabo contra posiciones de Hezbollah en Líbano la madrugada del lunes es la operación más mortífera desde la invasión terrestre del 2006 y prefigura un escenario de guerra total en la región. El balance es de más de 490 muertos y más de 1.600 heridos, la mayoría civiles, aunque también existen mandos de la milicia proiraní entre las víctimas. Este es, de hecho, el escenario que buscaba el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, quien ha avisado a su población de que se avecinan "días difíciles", un eufemismo para describir lo que ya es un nuevo conflicto bélico en la región después de abrir un segundo frente en Líbano. No cabe duda de que Israel está aprovechando las operaciones de represalia por los ataques de Hamás del pasado 7 de octubre para cobrarse todas las facturas pendientes con sus enemigos en la región. La operación sería, en términos metafóricos, una patada a un avispero, algo que siempre es peligroso.
De entrada, los bombardeos han sumergido al Líbano en el caos y han provocado el éxodo de decenas de miles de habitantes, que tratan de huir antes de que Israel entre por tierra en el país y lo convierta en un escenario de guerra urbana como ya ha ocurrido antes con la Franja de Gaza. Sin embargo, el potencial desestabilizador de Líbano es peor que Gaza, porque incluye al otro gran actor de la región, Irán. Éste es el gran temor de la comunidad internacional: un enfrentamiento abierto entre Irán, un país con casi 90 millones de habitantes, e Israel sería un escenario apocalíptico (y más teniendo en cuenta las sospechas sobre si Teherán ha desarrollado armas nucleares) . Pero lo grave sería que este conflicto representaría a la perfección lo que el teórico Samuel P. Huntington bautizó como "choque de civilizaciones" en 1992: Occidente contra el mundo musulmán.
Urge, sin embargo, evitar este escenario a toda costa, y la Asamblea General de la ONU que se celebra esta semana debería centrar sus esfuerzos en este objetivo. Una guerra de estas características no haría más que aumentar el odio del Tercer Mundo hacia el Primero, y fracturaría aún más a las sociedades occidentales, de las que los musulmanes son también una parte indisoluble. Todo ello dibuja un escenario catastrófico de odio entre comunidades, el caldo de cultivo ideal para las extremas derechas de todo el mundo.
Los diferentes actores del conflicto de Oriente Próximo deben volver a la mesa de negociación, en la vía diplomática, y adoptar posturas realistas para hacer posible la convivencia. Seguramente ahora, cuando nos llegan imágenes de niños ensangrentados entre los escombros de Gaza y Beirut, puede sonar como un mensaje ingenuo y cándido. ¿Pero cuál es la alternativa? ¿Qué paz será posible después de una guerra que potencialmente puede provocar cientos de miles de muertes? La paz de los vencedores, en caso de que fuera Israel, no sería nunca ni total ni justa. Y esto un pueblo que ha sufrido históricamente tanto como el judío debería saberlo.