Los que nos dedicamos al periodismo cultural y de ideas sentimos admiración hacia los compañeros de calle y de batalla, aquellos que saben meter la nariz en la vida real de la gente. A veces incluso arriesgando la propia. Ellos son los profesionales de raza. Mónica Bernabé (Barcelona, 1972) es una de ellos. Fue de las primeras en salir de casa y meterse en residencias de gente mayor durante los primeros días de la pandemia. Dada su experiencia en Afganistán, eso le debió de parecerle un juego de niños. A mí me pareció una heroicidad. Ahora que he leído su segundo libro sobre el país de los talibanes, lo entiendo algo más. En Crónica de un fracaso (Debate) se desnuda íntimamente, narra sin filtros la durísima realidad afgana y cómo la afectó personalmente.
En 2016 Mónica disolvió la asociación ASDHA de ayuda a las mujeres afganas que ella misma había fundado en 2000 y presidido desde entonces, y que había llegado a gestionar 250.000 euros anuales, con seis trabajadores contratados. Cuando el 10 de mayo del 2017 llegó al ARA, todavía llevaba enganchada a la piel y en el alma la tristeza y el desconcierto de sus años afganos. Lo disimuló muy bien. Demasiado bien. La recibimos como una profesional más. En la redacción todo el mundo va ajetreado, no hay tiempo para demasiados cariños. Además, Cataluña vivía la sobreexcitación del Procés. Ella tenía que hacerse cargo de dirigir la sección de Internacional y, como resulta obvio, aparte de nuestro lío nacional, en el mundo pasan cada día muchas cosas. Pero Mónica llegaba psicológicamente frágil, muy tocada: iba a terapia y tomaba antidepresivos. Hizo como si nada: se concentró y puso manos al ordenador. Se fue rehaciendo sin que nos enteráramos. Doce meses después, superados cuatro años de tratamientos, ya no necesitaba ayuda médica.
En junio del 2019 regresó a Afganistán, esta vez enviada por ARA. Llegó un día en el que todo Kabul estaba sin electricidad. Solo había en la sede central de la Compañía Nacional de Electricidad, donde fue a escribir. En 2021, consumado el caótico regreso de los talibanes al poder y cuando ella acababa de superar una operación de cáncer de mama, viajó de nuevo allí: el 14 de septiembre atravesaba la frontera a pie desde Pakistán. Sus crónicas son impagables.
Tras dos décadas de presencia extranjera, el 43% de la población sigue siendo analfabeta. Y los talibanes han prohibido a las niñas ir a la escuela a partir de sexto de primaria. Un dato: Afganistán es el único país del mundo en el que se suicidan más mujeres –la mayoría jóvenes de entre 14 y 21 años– que hombres. Casi la mitad de la población pasa hambre y sólo un 23% tiene acceso a Internet. Hoy es una ratonera, un estado policial donde "se apedrea o se azota" a los acusados de cometer "delitos morales como beber alcohol, mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio o robar”.
Pero ha caído de nuevo en el olvido: “Creemos ser los más civilizados y quizás sólo somos los más cínicos”, escribe Mónica, que ha experimentado en propia piel el drama de un país que ha amado y le ha obsesionado, un rincón de mundo donde aprendió a vivir con el miedo en el cuerpo: vestida de negro, con ratas en casa, atemorizada por los atentados... Ya en Italia, donde fue a parar al abandonar Afganistán, tuvo pensamientos suicidas recurrentes. Aún hoy le persiguen los fantasmas afganos, pero ha aprendido a convivir con ellos.
La lectura del libro me ha coincidido con el conocimiento de la familia de Omulbanin Howayda, estudiante afgana de filología hispánica de la etnia hazar. Con la llegada de los talibanes, ella y su marido, un informático que trabajaba para la OTAN, huyeron a Islamabad y tras muchas complicaciones, dejando a padres y hermanos atrás, pudieron volar a Madrid, donde a los pocos días Omulbanin dio a luz a dos gemelas preciosas, Diana y Kyana. Vivieron en Barcelona medio año, durante el cual Mariona, mi mujer, les ayudó. Ahora se han trasladado a Nueva York.
Crónica de un fracaso nos ha ayudado, a Mariona ya mi, a meternos en la piel de Omulbanin. El libro de Mónica es una lección de profesionalidad y de humanidad. Es un relato crudo, directo, descarnado. No hay épica ni lírica. Hay hechos, empatía, datos, análisis, trabajo y compromiso: el mejor periodismo.