“Necesito abrazos y besos”
Aurora Brunet, que superó el covid, vivió como un complot contra ella el hecho de que de un día para el otro los familiares no la fueran a ver a la residencia
GironaSubo con pies de plomo la escalera impregnada de una humedad que no parece que se quiera secar en todo el invierno. Me recibe la placa del departamento de Bienestar Social de la Generalitat de Catalunya y un papel emborronado a mano solo en español que avisa de la obligatoriedad de lavarse las manos con gel desinfectante, ponerse doble mascarilla, guantes de plástico y abrocharse un delantal de cuello a rodillas. Una enfermera simpática y ajetreada abre la puerta después de comprobar que me he disfrazado de cirujano. Veo a Aurora sentada en una silla de ruedas, despeinada, con la mirada perdida en el pavimento, abatida detrás un cristal o plástico que a mí me parece que está perdiendo la transparencia. Han convertido los accesos de la residencia geriátrica privada Les Oliveres de Sant Gregori en una improvisada sala de visitas para evitar que los familiares contagiemos el interior. Fuerzo una sonrisa:
-¡Hola, mamá! ¿Quién soy?
-Joan.
-No, no. No soy Joan. Soy tu hijo mayor. ¿Cómo se llama tu hijo mayor?
-Daniel -todavía mira al suelo.
-¡Muy bien! -La encuentro distante, como empastillada.- ¿Cómo estás?
-Podríamos estar mejor.
-¿Qué necesitas para estar mejor?
-Necesito abrazos y besos. ¡Abrazadme! -dice, mientras me dirige por fin una mirada.
La sinceridad de la respuesta me hiere como un dardo y me hace sentir culpable. Tan cerca y tan lejos, detrás del cristal. El contacto físico está prohibido. Es como si la hubiera abandonado en un aparcamiento para viejos. Me pregunto si hago todo lo posible para cuidarla tal como merece una madre.
El hecho positivo es que ella no tiene que llevar mascarilla y puedo ver la totalidad de esa cara tierna y redonda que me ha acompañado desde el primer llanto. Cuando nadie vigila, me bajo la doble mascarilla para que Aurora me vea a mí también la cara entera. Con el confinamiento hacía meses que no podía visitarla y tengo miedo de pasar a ser un desconocido para mi propia madre. Las videollamadas no sustituyen la calidez del encuentro humano.
Hago de tripas corazón y la interpelo de nuevo.
-¿Qué sabes de Tarrés? -Parece que se va desvelando, pero la pregunta cebo no obtiene recompensa. Pruebo otra cosa. Aurora se casó en 1959 con Lluís Bonaventura, que entonces ya había fundado el bar L'Arc de Girona junto a la catedral.
-Cuando el padre Fuentes os casó en el monasterio de Sant Daniel, ¿dónde os fuisteis a vivir tú y papá?
-Él tenía una cama en la trastienda de L'Arc y nos quedamos a dormir ahí. Hasta que un día vimos un escorpiónen las sábanas. Ese día, papá fue a hablar con el abuelo Pere, su padre, y nos trasladamos al piso de la calle Ultònia.
-¿Estabais bien en ese piso?
-Mira... podríamos haber estado mejor. La abuela Remei era muy religiosa y quería que fuéramos a misa cada día y, claro, nosotros no íbamos nunca.
Aurora entró en la residencia unas semanas antes de la declaración, el mes de marzo del año pasado, del primer estado de alarma por el covid-19. Desaparecieron las visitas de familiares y todo el mundo llevaba mascarilla, y pensó que había un complot contra ella. Con 84 años ha superado el covid, mientras que un número considerable de compañeros residentes no han tenido la misma suerte. Ella tiene un tipo de demencia que no genera angustia ni borra una memoria precisa de sus años de más esplendor. Me explica que la escritora Carmen Alcalde, fundadora de la revista Presència, le rindió homenaje dedicándole un artículo titulado “L'Aurora de L'Arc”. Me comprometo a imprimir ese artículo, ponerle un marco y pedir a la dirección de Les Oliveres que lo cuelguen en una pared para que todos los residentes sepan quién es Aurora.
Han pasado unos 25 minutos y hemos conseguido por fin una conversación animada cuando la enfermera avisa de que es hora de comer y tenemos que irnos. Cada 15 días tenemos derecho a una visita presencial uno o dos de los cuatro hermanos. Salta a la vista, y el médico lo corrobora, que las visitas, los abrazos y los besos son vitales para los internos, pero en estos momentos las normativas del Govern y de la residencia limitan mucho las visitas, incluso después de la vacunación.
Me despido de mi madre prometiéndole que volveré. Me libero de guantes, mascarilla y delantal y atravieso de bajada la escalera húmeda que parece que condensa sufrimientos humanos. Vuelvo a la vida dichosa y privilegiada que tengo, o creo tener, en primer lugar gracias a Aurora, pensando que no quiero acabar como ella, pero sabiendo que esta cuestión no está en mis manos.