Entiendo que visitemos las tumbas de nuestros artistas preferidos o las localizaciones de las películas o las novelas que más nos han marcado; personalmente no tengo afición, pero reconozco que alguna vez, de viaje, he cedido. Un turista es una persona aburrida que necesita distraerse, y un día quise ir hasta Caos, en Agrigento, porque el nombre era irresistible y porque estaba la casa donde nació Pirandello. De nuevo, siendo en la Feria del Libro de Guadalajara, en México, tuve la excusa para irme a Comala y San Gabriel, las tierras de Rulfo. Estas visitas nos dan la idea física de una obra, o quizá sea la obra, que añade sentido al lugar que visitamos. Sea como fuere tienen un precio, porque también nos condicionan la lectura de la obra y el lugar, y al final perdemos libertad interpretativa, libertad creativa.
La semana pasada me invitaron a ir a Andorra a hablar de mi libro. Hacía muchos años que no iba. Me encontré a un país en plena toma de conciencia de sí mismo, quiero decir conciencia cultural. Ellos solos no salvarán al catalán, pero con las leyes que empiezan a implantar nos muestran la diferencia entre preocuparse o no. Está claro que ellos tienen un estado y nosotros una farsa.
Volviendo de Andorra pasé por Puigcerdà. Quería ver los sitios que salen en una novela que estoy escribiendo: el túnel del Cadí, la Colonia Simon y el Hospital de Puigcerdà, que conocía por los mapas y alguna foto, pero que básicamente me había imaginado. Fui a visitar unos espacios, pues, que sólo había vivido en mi interior y que, partiendo de tan poca cosa, se podría decir que me había inventado. Paré el coche en medio de una calle y contemplé el edificio en el que vivían (o viven, o vivirán), en pisos diferentes pero uno encima del otro, dos de los protagonistas del libro que escribo. He convivido allí, con ellos, dentro de mí, en su casa. Fue una breve, intensa y emocionante visita. Prácticamente vi a Olga y Vadó detrás de una ventana, gordos y jóvenes. Me fui porque habría faltado poco para que bajaran a saludarme. Eran ellos que me habían estirado a acercarme, como si me hubiesen escrito ellos a mí. Si alguna vez vienes por Puigcerdà, ¡pásanos a ver! Me fui envuelto de ficción, pero sin haber perdido en modo alguno el mundo de vista, al contrario, que ganó peso. Hubo un respeto mutuo. Me sentí acompañado y acompañante. La Colonia Simon cogió una consistencia llena y corpórea. El edificio de pisos se humanizó, las paredes se volvieron de carne.