El Priorat es un microcosmos, un pequeño universo desgarrado y pedregoso, hecho de valles, bultos y repliegues, "una tierra arcaica que se resiste a ser excesivamente civilizada". Pero el nombre le viene ya de los monjes civilizadores de la cartuja de Escaladei. Roser Vernet (Masroig, 1955) vive en el corazón del Priorat y lleva al Priorat en el corazón. Fue la principal impulsora de la candidatura para que su paisaje fuera declarado Patrimonio Mundial por la Unesco. No se logró, pero el trabajo, que unió y cohesionó voluntades populares muy diversas, valió la pena.
El Priorat que describió Josep M. Espinàs en los años 50 y el de ahora han cambiado, pero no tanto. Ésta es su gracia: los pueblos siguen siendo pueblos, pero el campo ha revivido con el viñedo, hay mejores comunicaciones y se afana en frenar el despoblamiento. Se ha vuelto a colocar en el mundo y, para quienes lo habitan y lo aman, no ha dejado de ser el centro del mundo, Lo mig del món (Club Editor), tal y como Roser Vernet titula su ensayo, una obra que bascula entre el relato íntimo autobiográfico y la reflexión ligada a la tierra.
Escrito con el catalán que se habla en la comarca, es la reivindicación al mismo tiempo literaria e ideológica de un pedazo de geografía humanizada. A veces trágica, dura. Su abuela se suicidó cuando aún no tenía sesenta años. Se arrojó por la ventana. Su primera nieta, Roser, tenía entonces pocos meses. Al cumplir ella ocho años, la familia se trasladó a vivir en una masía aislada, un sueño que terminaría en pesadilla. La experiencia del fracaso. De joven acabaría marchando lejos, a la ciudad y más allá.
La política –militaba en el Frente Nacional de Catalunya– la empujó al exilio durante la Transición. "En el exilio, sea del tipo que sea, si algo te llevas de verdad eres tú misma, sola y aspriva". París, Bélgica y San Miguel de Cuixà. Hasta que el regreso la llevó a recuperar "los olores reconocidos, los silencios y los colores de la tierra, del cielo; las bestias mudas y llamativas, y aquella vegetación sufrida y atrevida. Los sonidos de la lengua que te habla de ellos [ ...] Sí, de repente te descubres enamorada. Porque antes no estabas ni poco ni muy enamorada".
Viaja y vuelve a casa. En el Perxe, una casa rural literaria del pueblo del Molar, Roser Vernet preserva la memoria de quien fue su pareja, el escritor Quim Soler. Y lucha por el paisaje, por un Priorat que se respete a sí mismo, sazonado en el tiempo y ávido de un futuro donde naturaleza y cultura vayan de la mano.
Este libro es una contribución más, quizás la más personal. Su pizca de memoria y de ilusiones, su laberinto de vida y contradicciones, su pedazo de país y de compromiso. Porque trabajo siempre hay. Y según Roser, todo empieza, o debería empezar, por el respeto a la gente que saca adelante el mosaico agrícola del Priorat –no todo es viña– pese a la sequía agudizada por el cambio climático, a pesar de la pandemia de la desidia política y pese al clientelismo que siempre vuelve.
"Pero toca seguir", escribe Roser, desde el convencimiento de que "los lugares quizás no necesitan la gente para ser, para existir. La gente, sin embargo, sí necesitamos el lugar para ser". "Reconocerse en un lugar también es hacer que el sitio viva a través tuyo, y de todos aquellos que se reconocen en él de una manera u otra, no siempre armoniosa ni complaciente [...] a menudo implica conflicto, es decir, vida". Sí, el Priorat de Roser es vida en el sentido más hondo de la palabra.