Infancia

Queremos niños invisibles

Queremos niños y niñas adiestrados para que no interfieran en nuestra vida adulta, y esto lo disfrazamos de educación y de buenos modales

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Los niños ilustran el Ahora que quiere recordar el Día Mundial de la Infancia.

MadridHace unas semanas viajé en tren de Málaga a Madrid. En mi vagón viajaba un grupo grande de amigos, quizás diez o doce hombres y mujeres, de entre 55 y 65 años. Entraron ya con ánimo festivo, se los veía contentos, tanto que se sabía que celebrar su amistad sería mucho más importante que los kilómetros que el AVE devoraría. Cantaron, rieron, charlaron, intercambiaron comida, muchos cambiaron de asiento varias veces. Aquello no era un tren, era una fiesta a la que el resto de pasajeros no estábamos invitados. No vi a nadie quejarse del barullo. Tampoco hubo malas caras ni amenazas. Nadie les dijo que si no se portaban bien tendrían que bajarse en la siguiente estación.

Cuatro años antes viajaba en otro tren: de Bilbao a Madrid. Iba con una de mis mejores amigas, sus hijos y los míos, que por aquel entonces tenían entre dos y cinco años. A sabiendas de lo largo que puede ser un viaje de cinco horas nos armamos de plastilina, pinturas y libros. En aquel vagón también hubo un grupo que parecían compañeros de trabajo. Rondaban los 30 y los 40 años. A diferencia de los del tren de Málaga, estos entraron con cara de resaca, lamentando con la mirada los pequeños compañeros de viaje que les habían tocado. Durante el viaje a nuestros hijos apenas se los oyó, pero a poco que se sintió su presencia, esta fue censurada por algunos de los colegas. Los hubo que pusieron malas caras con ganas. Pero también hubo amenazas directas a los niños que nos dejaron absolutamente bloqueadas. Asustadas.

Un vagón de tren puede ser una maqueta en miniatura de nuestros comportamientos sociales. Queremos niños y niñas adiestrados para que no interfieran en nuestra vida adulta, y eso lo disfrazamos de educación y de buenos modales. De protección. No queremos niños educados y protegidos sino invisibles, mudos, inmóviles. En una sociedad adultocéntrica, entre niños y adultos lo que median son relaciones de poder. La edad es un territorio tensionado en el que los más jóvenes y los más mayores se convierten en sujetos dominados. Todo aquello que perturba el ocio, lo productivo, el privilegio, se convierte en una amenaza para la marcha y el bienestar del grupo dominante. Por eso parcelamos la vida por edades, discriminamos en restaurantes, hoteles, espacios y vagones a quienes sentimos que invaden nuestro espacio social.

No es extraño que cada vez estemos en contacto con menos niños: nacen menos y los que tenemos pasan cada vez más tiempo en interiores, en espacios para la infancia, sobreprotegidos en corrales de caucho. Desconocemos sus necesidades y los comparamos constantemente con los adultos que somos. Seguimos viendo a los niños y niñas como los adultos del mañana pero no como las personas que son. Quizás solo haya que superar esa visión y reconocerlos como lo que son: ciudadanos con plenos derechos.

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