¿El contexto patriarcal anula o condiciona la capacidad de decisión de las mujeres? ¿Si lo hace, cómo y por qué? Esa incapacidad –si es que la asumimos– ¿es inherente en todas las mujeres, o existen diferencias? ¿Dónde empezar a poner límites? ¿Cómo ha contribuido la ficción a distorsionar la idea de consentimiento? En esta pieza coral, seis opinadoras exploran la (im)posibilidad o la dificultad de decir que no de las mujeres y las rendijas abiertas a través de las cuales se puede operar para revertir esta desigualdad.
Por el bien de todas
por Najat El Hachmi
Cuando estalló el Me Too recordé a mis compañeras de trabajo en muchos entornos laborales que nunca hubieran podido permitirse hacer una denuncia a cara descubierta de sus agresores. Porque cuando te juegas el pan de tus hijos es muy difícil ser valiente, menos si tenemos en cuenta que a menudo el entorno se pone en contra de la víctima. Si yo en su momento hubiera denunciado al compañero que me arrebató a los lavabos de la fábrica me habrían despedido a mí: mi contrato era temporal, a él ya le habían hecho fijo. No me violó porque soy corpulenta y tuve la fuerza suficiente para quitármelo de encima, pero no le denuncié. Las mujeres, antes de poder cambiar leyes y señalar las injusticias, aprendemos a defendernos cómo podemos. Las posibilidades de negarnos abiertamente a aceptar situaciones vejatorias, denigrantes, injustas y discriminatorias existen desde que tenemos conciencia colectiva, desde que nos dimos cuenta de que somos un grupo subordinado. En este sentido, podríamos pensar en el movimiento por la igualdad como un sindicato de defensa de los derechos basados en el sexo que quiere acabar con la explotación patriarcal. Pero como también ha ocurrido con los derechos laborales, la fragmentación, la división y, sobre todo, la falta de conciencia grupal nos han jugado a la contra. Y tenemos numerosas ardillas que, pese a estar en posición de decir que no, consienten por interés propio. Pienso en todas las mujeres con una gran visibilidad, con poder y capacidades que han callado a pesar de conocer de primera mano situaciones de violencia y malos tratos, que se han vendido o renunciado al feminismo porque les salía a cuenta. ¿Cuántas de nuestras compañeras con el trabajo asegurado y buenos sueldos han mirado hacia otro lado cuando les hemos explicado que nos habían agredido? Que las que pueden permitírselo no digan no es mucho más dañino que si lo hace una precarizada de clase baja. Es necesario, en este sentido, que todas asumimos nuestra responsabilidad y digamos no siempre que podamos. Por preservar la propia dignidad pero también por defender la de todas las mujeres.
No te quejes: renuncia
por Joana Hurtado Matheu
En ocasiones es imposible decir que no. Hoy, una lógica neoliberal y al mismo tiempo feudal concentra el poder en unas pocas élites que se benefician de relaciones de dependencia y lealtad personal. Este clientelismo, extremadamente jerárquico y excluyente, se agudiza con las desigualdades estructurales de género, raza, clase, edad, etc. Quizás ha sido siempre así, pero ahora es más cínico. Y si además eres mujer, prepárate: o te conviertes en Thatcher o te dirán que te quejas demasiado.
En el mundo del arte y la cultura son pocas las oportunidades profesionales que salen de un sistema transparente basado en el mérito y la competencia justa, y más las que se deciden por afinidades políticas, personales o familiares. Para el resto, el peaje para optar (ya no digo acceder) a formar parte del castillo medieval es el vasallaje precario que define a Angela McRobbie, un servilismo sin garantías ni derechos que se acepta para seguir dentro del sistema y tener oportunidades –o eso te hacen creer–. En este contexto, no sólo es imposible decir que no, es que es impensable disentir, ya no digo denunciar o luchar nada. La represalia no es el despido, es el ostracismo, no optar a lo que prometen (un trabajo, una subvención, un espacio de exhibición) y que quizás tampoco te hubieran dado nunca.
En este quizá, como en el tú puedes, el sistema te controla y te ahoga. Quien tiene el poder lo sabe, porque seguramente ha aguantado y callado mucho para llegar a donde está. "Ahora te toca a ti. Y si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta", me dijeron cuando hacía poco que había ganado un concurso de dirección. Debía ser poco obediente, demasiadoresponde, que diría bell hooks, porque cuando llevaba un año mis superiores decidieron deshacer el proyecto, reducirme los años, el sueldo y hacerme autónoma. Consulté a un abogado y entonces supe que mi concurso era una máscara para cubrir un puesto de confianza, que no tenía ningún contrato sino un nombramiento y que podían destituirme cuando quisieran. Intenté negociar, pero acabé aceptando. Estaba embarazada. Podría añadir que soy madre soltera y pago solo un alquiler en Barcelona, pero no hace falta, estar embarazada ya es estar en riesgo de exclusión.
De una mujer se entienden todas las renuncias, y más si es madre. Todo te empuja a abandonar tus deseos y ambiciones por no negar los de los demás. Yo, que combato los mandatos de género desde que tengo uso de razón, descubrí de repente que no siempre se puede. Y cuando tomas conciencia de cómo te silencian, entonces no te callas más. Desde entonces soy la feminista killjoy de la que habla Sara Ahmed. Y esto también pasa factura. No importa cómo seas de asertiva o que sonrías mientras dices que no es personal, que es político porque es sistémico. Las puertas que te cierran son las que niegan otras formas de entender el trabajo cultural. Por eso, cuando le hicieron lo mismo a la directora del Born, le agradecí que dijera no. Cerró una puerta, pero abrió otras para ella y para todas.
Es una cuestión de derechos
por Nuria Alabao
La prostitución nos permite pensar en la posibilidad de decir que no desde otro lugar, a partir del debate que genera: ¿acepta libremente ¿quién se dedica? ¿Puede decir no? La ley del sólo sí es sí se redactó y publicó la pasada legislatura bajo la premisa de "poner el consentimiento en el centro". En ese momento, las trabajadoras sexuales organizadas criticaron una parte de la norma que intentaba penalizar varios aspectos del ejercicio de la prostitución (que al final no llegó a aprobarse). ¿Cómo era posible que una ley sobre el consentimiento negara la posibilidad de consentir a las trabajadoras sexuales?
El consentimiento requiere una serie de atributos: debe ser específico, informado, reversible, no coaccionado y consciente. Todos estos factores pueden darse en la prostitución. De hecho, estas trabajadoras entienden como vulneración del consentimiento el incumplimiento del pacto previo que se acuerda antes de la prestación del servicio. Esto podrían ser situaciones como quitarse el condón, forzar prácticas no acordadas, ejercer efectivamente la violencia o no pagar el precio estipulado. No hay que olvidar que en el caso de las prostitutas se negocia y delimita más el intercambio que en las relaciones sexuales ordinarias.
Sin embargo, el concepto de libertad (por decir que sí, por decir que no) aquí es engañoso. Paula Sánchez en Crítica de la razón puta explica que cuando hablamos de prostitución no deberíamos poner el foco en la noción de libertad, puesto que nunca es absoluta porque este pacto sexual –como todos, en realidad– se desarrolla dentro de estructuras de poder y opresión más generales. En ese caso, trabajar no es una opción, sino una obligación ligada a la supervivencia. Precisamente por eso lo que deberíamos hacer es ampliar las posibilidades de decir que no. A menos autonomía, menor capacidad de negociación y menor protección social tengan las prostitutas, más expuestas estarán a violencias, explotación o vulneraciones de los pactos previos. Por tanto, la conquista y el reforzamiento de derechos de las mujeres (laborales, de residencia legal o de capacidad de organizarse y luchar en el caso concreto de las prostitutas) son elementos que siempre amplían las posibilidades de decir que no.
Lo que la ficción nos dice del 'sí' femenino
por Denise Duncan
Cuando estudiaba dirección y dramaturgia en el Institut del Teatre, estudiamos Ricardo III de William Shakespeare. Una de las escenas más inquietantes de la obra es la protagonizada por Lady Anna. Ricard, tras asesinar a su marido y su suegro, le pide que se case con él. La escena es un ejemplo fascinante de cómo la ficción ha construido la idea del no de las mujeres y el consentimiento femenino. Lady Anna insulta, maldice y escupe a Ricard, pero al final de la escena acepta su propuesta. ¿Cómo explicar ese delirio?
Shakespeare muestra el consentimiento como un campo de batalla, no como una decisión libre. Ricardo III es poderoso, es un asesino y un manipulador. La única respuesta posible que se le puede dar es ese sí forzado, tan cercano a la rendición.
Si retrocedemos en el tiempo, encontramos muchos cuentos clásicos donde la mujer es rescatada de la muerte gracias a un beso no consentido. En La hermosa durmiente, en la versión de los hermanos Grimm, el estado de inconsciencia de la Aurora se resuelve con un beso, sin que ella tenga ninguna agencia en lo que ocurre. Puesto que se supone que se ha despertado por el beso del verdadero amor, se entiende que el acto del príncipe es correcto, aceptable y deseable.
En versiones anteriores del cuento, como Sol, Luna y Talía de Giambattista Basile, el rey que la encuentra durmiendo no sólo la besa, sino que la viola. La princesa queda embarazada y se desencadenan una serie de incidentes sanguinarios, incluyendo una reina que quiere que el cocinero prepare a los gemelos nacidos como cena, y el rey que castiga a su mujer vengativa y se casa con Talia.
En términos contemporáneos, podemos reflexionar sobre cuánta ficción hemos consumido que muestra una coerción disfrazada de conquista. A veces no puede decirse que no (el estado de inconsciencia real o metafórica es un buen ejemplo de ello), y otras veces el sí no siempre es sinónimo de querer, especialmente ante ciertas estructuras de poder que condicionan la forma en que las mujeres pueden expresar su deseo o negativa.
La (im)posibilidad de poner límites
por Gemma Altillo Albajes
Poner límites –elegir a qué decimos no ya qué decimos sí– no es fácil en ningún ámbito de la vida. Es un aprendizaje que requiere, ante todo, tomar conciencia de que somos seres con derecho a poner límites, a priorizarnos ya respetarnos a nosotros mismos como personas. Para las mujeres lo es aún menos, de fácil. Y esto no tiene que ver ni con que tengamos menos capacidad para poner límites ni tampoco con que los instrumentalizamos para sacar beneficios o privilegios. Entre otros factores personales y contextuales que actúan como condicionantes, hay uno estructural y transversal: nuestra socialización de género. Cómo hemos sido educadas por construirnos como mujeres según el modelo esperado. Con todas las variantes posibles, las mujeres aprendemos que debemos ser obedientes, complacientes, serviciales y discretas –entre otros atributos– y nuestro principal valor radica en cumplir con esto (en esta socialización o adoctrinamiento de género también aprendemos que no cumplir estos mandatos tiene como consecuencia castigos sociales, profesionales y afectivos). Ninguno de los atributos mencionados nos ayuda a aprender a decir que no ni a decir que sí en lo que queremos, básicamente porque todos estos mandatos del género femenino nos orientan a priorizar y escuchar las necesidades de los demás por encima de las nuestras. La transformación de este patrón significa iniciar un proceso complejo que comporta sentirte inadecuada y cuestionada en cada momento de tu vida cotidiana. Una inadecuación altamente penalizada por el sistema patriarcal. Por tanto, nunca es un camino fácil.
En los últimos tiempos la actualidad nos ha llevado a hablar de diferentes casos en los que la imposibilidad de decir que no se ha puesto de manifiesto, y también se ha puesto la incomprensión social. Hablamos de casos de acoso sexual, algunos en el ámbito laboral, que en los últimos meses han sido noticia, pero no son casos únicos. Por eso son tan importantes las estrategias feministas colectivas más allá de las individuales. Para legitimarnos en la posibilidad del no.
La escuela de la rendición
por Alba Alfageme
Decir no siempre ha sido complicado para las mujeres. El sistema patriarcal, según la doctrina de género, nos ha enseñado a callar, a aceptar lo que no queremos, a priorizar al resto antes que nosotros. Nos han aleccionado castigando nuestra confrontación y premiando nuestra sumisión. En esta escuela de la rendiciónse nos han impartido lecciones que nos han hecho pequeñas, invisibles y que han ido en contra de nuestra autoafirmación.
En este desdibujarnos, las violencias machistas han sido clave. En concreto, la violencia sexual se ha convertido en una herramienta de especial opresión: es donde a menudo es más difícil expresar un no. Hemos aprendido que el notiene consecuencias dolorosísimas, y por tanto a menudo hemos acabado asumiendo que es mejor decirnos un no a nosotros mismas (negando lo que deseamos), que dar unno al otro.
Esto también tiene mucho que ver con el hecho de que históricamente nuestro deseo ha sido enmudecido. Lo teníamos tan poco identificado que a veces no ha sido necesaria ni violencia explícita para hacernos ceder: en un terreno tan complejo como el del deseo, las voces masculinas han estado situadas en el centro y se han convertido en el único sujeto, ocupando todo el espacio. Lo que importaba, en el sexo, era la satisfacción masculina. Esto ha sido muy invalidante y coactivo para las mujeres y ha impedido en muchas ocasiones manifestar un no de forma clara y contundente. Nos ha encorsetado en la complacencia hacia ellos y nos ha extirpado la asertividad. Un objeto sexual que no tiene derecho a decidirse.
El no necesita autoestima, voluntad, reconocimiento... todo lo que nos han apartado hasta ahora. El acto individual de reafirmación, de decir no, debe convertirse en colectivo para acabar con la dolorosa escuela de la rendición.