Joan Carles I en una imagen de archivo.
19/05/2022
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La omertà vivida en el Reino de España para tapar las vergüenzas del rey Juan Carlos y su familia empezó en el mismo momento de su entronización como jefe de estado, con el dictador Franco de cuerpo presente que lo había dejado atado y bien atado. Una buena prueba de esto es que durante su reinado se borró del relato que, cuando en 1969 el entonces príncipe fue designado sucesor, juró fidelidad a los Principios del Movimiento y reconoció “la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936”.

Durante décadas se presentó al rey Juan Carlos como el salvador de la democracia española y se construyó su legitimidad a partir del papel que tuvo la noche del golpe de estado fallido del 23-F, en 1981. Después, fueron legión los juancarlistas que presentaban al jefe de estado como una pieza clave en las relaciones internacionales de España y como el artífice de determinadas operaciones exteriores de algunas empresas españolas.

Pero todos estos años en los que ha imperado la ley del silencio no han impedido que aparecieran los problemas en el paraíso. En la última década, por méritos propios, la monarquía española ha ido de mal en peor hasta que, no por casualidad, en junio del 2014 se tomó la decisión de ponerse la venda antes de la herida con la abdicación del rey Juan Carlos. Aquella decisión se ha demostrado que quería ser el fusible para todo lo que vendría después. Se quiso hacer un cortafuego que salvaguardara al máximo de la contaminación el mandato de Felipe VI.

La falta de ejemplaridad que había demostrado el rey, con resbalones como la cacería de elefantes en Botsuana, eran el preludio de lo que vendría después, con crecientes sospechas sobre su participación en asuntos de corrupción o blanqueo de capitales. A partir del 2019 ya no era posible disimular que el rey emérito tenía decenas de millones de euros en cuentas suizas, obtenidos en comisiones como las derivadas de las obras del AVE en la Meca. A partir de aquel momento abandonó de forma definitiva su actividad institucional y le retiraron la asignación presupuestaria que recibía de la Casa del Rey.

Con tres regularizaciones fiscales que le costaron más de cinco millones de euros, el rey emérito hacía un reconocimiento implícito de que, hasta aquel momento, había estado defraudando a Hacienda. Pero, en buena medida, esta liquidación de impuestos era una estrategia defensiva para poder tener argumentos ante las diligencias que había iniciado la Fiscalía española y la justicia suiza.

El punto álgido del escándalo llegó el 3 de agosto del 2020, cuando, con medio país de vacaciones, la casa real hizo público que el rey emérito se había marchado del Estado. No fue hasta después de unos días que se supo que había buscado refugio en Abu Dabi con la clara voluntad de esquivar la acción de la justicia si los procedimientos penales abiertos contra él se complicaban. Y la evidencia de que este exilio solo pretendía saltarse los tribunales españoles, los cuales paradójicamente dictan sus sentencias en nombre de Su Majestad el Rey, es que el emérito ha decidido volver a casa cuando todavía no hace tres meses que se han archivado todas las causas que había abiertas contra él.

Si no cambia nada, en las próximas horas veremos la reaparición de Juan Carlos I en Galicia, disfrutando plácidamente de una regata, como si no hubiera pasado nada. Y como está más que contrastado que la sociedad española es inmune a los escándalos, seguro que no faltarán los que lo querrán situar en un contexto de normalidad, dando así por acabado el trance que le ha tocado vivir. Y tal día hará un año.

Las horas bajas que vive la monarquía española son tan evidentes que incluso se evita preguntar a la ciudadanía qué piensa sobre ella. No por casualidad, desde abril del 2015, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en sus estudios de opinión, dejó de hacer preguntas sobre la confianza en la monarquía. Interrumpía así una serie histórica iniciada el 1994, momento en que obtenía una puntuación de 7,5 sobre 10. A partir del 2011, la Corona empieza a suspender y cuando se dejó de preguntar, ya hace siete años, la valoración que obtenía era de 4,3. Con todo lo que ha llovido desde entonces, estaría bien saber qué nota sacaría hoy, pero ya se sabe que con las cosas de comer no se juega.

En una sociedad plenamente democrática chirría que el jefe de estado no se tenga que someter al escrutinio de las urnas. Por eso, el grado de ejemplaridad y de autoexigencia tendría que ser máximo. La monarquía vale lo que valga su honorabilidad a la hora de representar los valores éticos de la sociedad. Pero es evidente que al rey emérito lo que más le preocupa es saber quién ganará la regata de Sanxenxo, donde no ha podido ir desde el 2019.

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