Ahora viene Navidad

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Luces de Navidad en la Gran Vía de Barcelona

Como decía mi abuela, de hoy en un mes estaremos en Navidad. Barcelona ha encendido esta semana las luces de las calles, una ceremonia que en los últimos tiempos no había quedado al margen del debate ideológico. Bajo la crítica al consumismo se escondía una aversión mal disimulada al concepto religioso que sigue envolviendo este período del calendario que todavía denominamos como "las fiestas".

Al pesebre se le ha podido cancelar aquí y allá con el excusa de la corrección política multicultural y el laicismo en el espacio público, pero las luces aguantan, aunque sea por la presión de los comerciantes y porque una capital sin iluminación navideña (o sin cabalgata de Reyes) sería insosteniblemente impopular para el gobierno municipal que osara perpetrarlo.

Al fin y al cabo, el alumbrado es una manera de hacerle a la ciudad un publicidad banal, muy del gusto de la era de Instagram. Después, hay quien vive todo el año presumiendo de las luces, como el alcalde de Vigo, y quien copia el concepto, como García Albiol en Badalona, ​​que ha encontrado en el árbol de récord una forma para que la ciudad aparezca en los medios por una razón festiva, que es táctica hábil en la época en la que las emociones mejoran o empeoran las realidades municipales en las que los vecinos viven su día a día. Las luces de Navidad crean una ilusión de confort, de calor para todos, aparte de ser la primera señal que se avecina Navidad con su muy delicado cargamento de recuerdos.

Y si debemos referirnos al contraste entre la paz navideña que predica la luminaria y el momento peligroso por el que está pasando el mundo, no se ha dicho nada mejor desde que Salvat-Papasseit escribió que el titular de la fiesta cristiana, si nos viera cómo celebramos estos días, se haría un hartón de llorar.

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