La vecina ha ido a la ferretería y me ha comprado un aparato de esos que calcinan moscas. Es como una jaula, con unas luces ultravioleta dentro (dos). Debajo hay un cajón extraíble con un útil cepillo dentro, para limpiar cadáveres. Al lado, el hilo para enchufar y el botón de encender y apagar. Arriba, una cadeneta de hierro, para colgarlo.
Lo coloco a los pies de la mesa donde escribo, pero enseguida comprendo que allí no puede ir. Es de día, y las moscas, por el momento, se sienten más atraídas por la luz de la ventana que por la del aparato. Debe funcionar mejor de noche. No quería ponerlo en un lugar demasiado visible, para no asistir, como público, a la cremación de ningún miembro de la familia de los múscidos, pero me desdico y lo coloco, pues, encima de la mesa. Los insectos, de momento no le miran, pero yo sí. Intento no hacerlo, pero la luz me atrae. Coloco un libro derecho, que me lo tape, pero igualmente sale un resplandor. No puedo concentrarme en nada más. De repente un ruido. ¡Un zzzsst! La primera mosca, la menos espabilada o la más intrépida, acaba de morir. No dejo de mirar, claro, no puedo. ¿A ver qué hace la otra mosca?
Se resiste, pero no tarda en meterse dentro del aparato. Pronto recibe una descarga pero no letal. Cae, y va a parar –haciendo tentines– a uno de los barrotes. A estas alturas ya no estoy haciendo más que seguir la evolución de los acontecimientos. La mosca superviviente intenta salir del corredor de la muerte, pero, ahora sí, recibe otra descarga, hace un ruido, pzzssst, y cae en el cajón. Empiezo a desear la llegada de otras moscas. ¿Veré, también, y sentiré, la freidería de los mosquitos? Abro la ventana. Rrrr... Debería trabajar pero... No puedo dejar de mirar la luz ultravioleta. Zzdf... Quiero acercarme... Brr... Me atrae y... Me llama. Zzzssssggddd...