Hace dos meses que he vuelto a mirar Friends con mi pareja. A lo largo de los últimos diecisiete años –tenía trece cuando descubrí la serie–, quizás la he visto entera ocho veces. En 2020, en un visionado confinado, tomé conciencia de que ya era mayor que los personajes en la primera temporada; por edad, yo ahora me encontraría en la quinta temporada.
Cuando miras Friends con trece o catorce años, las vidas de aquellas personas de veinticinco o veintiséis parecen vidas divertidas, creíbles, incluso posibles vidas. Pocos adolescentes de mi generación debieron cuestionarse la verosimilitud de aquel escenario en el que, en el peor de los casos, los amigos debían compartir piso con otra persona (solo con una) en medio de Manhattan mientras se dedicaban a ocupaciones diversas que, sin embargo, les permitían pasar buena parte del día en la cafetería.
Cuando miras Friends con treinta años, en cambio, hay momentos en los que te sorprende que Ross diga que encuentra patético compartir piso a los veintiocho años, o que Monica esté amargada porque con veintiséis es soltera. A diferencia de Sex in the city –que me gusta, pero nunca he pensado que quiera retratar una forma de vivir convencional–, Friends tenía cierta intención –así lo han explicado los creadores– de representar un momento vital con el que muchos espectadores pudieran empatizar.
Y si bien es cierto que, desde mi punto de vista, la serie ha envejecido muy bien –más allá de ciertas bromas sobre la homosexualidad o la feminidad, por ejemplo, que no se escribirían ahora–, el estilo de vida que se presenta como paradigmático de la última veintena o incluso de la treintena más incipiente, ha perdido mucha vigencia para un gran segmento de la sociedad. De hecho, hace sólo unos días, este diario se hacía eco de la situación de una inquilina que ha visto cómo su piso de 900 euros mensuales se convertirá en un coliving que alquilará habitaciones por 600 euros. Y éste sólo es un ejemplo de los obstáculos infinitos con los que chocan los jóvenes que quieren independizarse.
¿Quién puede pagar un alquiler de 1.000 o 1.200 euros solo? ¿Quién se atreve a ir a vivir con la pareja sin la certeza de que ambas partes tienen un sueldo alto? Quien se plantea formar una familia monoparental –cómo llegan a plantearse algunas protagonistas de Friends– si la única opción asumible es una habitación con baño compartido en un coliving?
Como decía, he visto Friends ocho veces, y se trata de una serie que quiero y que me hace sentir como en casa. Lo he visto cuando todavía vivía con mis padres, cuando tuve el privilegio –quiero subrayar que es un privilegio– de ir a vivir sola a los dieciocho años, cuando viví en un coliving de Barcelona, y también cuando he vivido en pareja. Pero esta última vez no he podido evitar pensar en amigos y amigas que han estrenado la treintena, que trabajan desde hace años y que, sin embargo, están afuera de plantearse, incluso, compartir piso con una sola persona , sea pareja o no. A estas personas, la irrealidad de Friends no les hará tanta gracia, pero noticias como la del coliving les deben dar ganas de llorar.