Una botella de una bebida alcohólica.
21/08/2025
3 min

"Soy precisamente el tipo de chica blanca agradable de clase media-alta de quien la relación con las sustancias ha sido tratada como benigna o lastimosa, un motivo de preocupación, o un encogimiento de hombros, más que un castigo". Se lo leí a Leslie Jamison hace un tiempo. Lo escribía en The Recovering: Intoxication and Its Aftermath, una memoir sobre la adicción al alcohol que ha sido traducida al castellano (La huella de los días, Anagrama). Me reconocí en ello, a pesar de las diferencias: nunca me han acusado de tener una relación dolorosa, violenta, con el alcohol. Algo en mí me ha salvado. Quizá tenga que ver con el gesto, la postura. La familia de donde creen que vengo. La piel tan blanca. La relativa exposición pública.

Continué con el libro y me pareció un testimonio cruel de una vida exitosa, funcional, atravesada por la bebida: no encontré la destrucción que siempre he asociado a la palabra droga, las consecuencias fatales del adicto, sino una vida dependiente que bascula entre la frustración y la insatisfacción, la impaciencia sutil y el nervio permanente de querer algo más que siempre tarda en llegar: una copa. Otra copa. Una buena borrachera.

El alcohol debe de ser el elemento más presente y, al mismo tiempo, el más destructor de nuestras vidas. Para muchos, el punto de llegada a la pregunta por la herencia y la familia: ¿me convertiré en mi padre? Y, para otros muchos, la puerta de entrada a la violencia: ¿cómo puede alguien transformarse tanto? ¿De dónde sale esa ira? Pero el alcohol siempre gana por ser, a menudo, un mal imperceptible, sagaz: pesa más la alegría que nos provoca, el brindis de celebración, la reunión con los amigos, la noche de fiesta inolvidable. Esa sensación amable de desaparecer un poco: no estar del todo, o estar más todavía. Pensé en este triunfo histórico e inevitable del alcohol cuando leí el nuevo Plan de Acción sobre Drogas y Adicciones (2025-2028), que presentó recientemente la Agencia de Salud Pública de Barcelona. ¿De qué sirve, me pregunté, que se regule el patrocinio y la publicidad de bebidas alcohólicas en espacios públicos, si el alcohol está por todas partes? ¿Qué cambiará limitar su promoción en eventos con implicación municipal?

Aún me fascina ver cómo la gente saca un cigarrillo de la caja donde hay impresas escenas terroríficas, cuerpos mutilados, pulmones podridos. La eficacia de las imágenes para transformar la opinión político-social es un debate interminable: la propia Susan Sontag se corregía a sí misma. Si en 1977 afirmaba en Sobre la fotografía que el acceso a instantáneas de hechos terribles acaba insensibilizando al espectador, que se vuelve distante y pasivo, en 2003 cambiaba de parecer y escribía en Ante el dolor de los demás que las imágenes pueden sacudir conciencias y provocar una genuina reflexión. Desconozco si ver un vídeo de una cerveza congelada me despierta ganas de beber. Sí sé que es una imagen recurrente, un lugar familiar: el alcohol funciona, en el fondo, como un relato donde descansar. Una cantinela amable.

También sé que escucho un podcast patrocinado por Seagram's (comienza con ese sonido agradable del hielo picando contra la copa y de la ginebra derramada dentro, fresquísima), que el verano se inaugura cada año con el anuncio de Estrella Damm y que los influencers supuestamente de moda se matan por compartir stories con su merchandising, que les digo a las amigas de quedar para tomar una birra, aunque sé, y saben, que pediré un agua con gas. Sé que cuando mi abuelo me ve después de mucho tiempo, me propone abrir una botella de vino bueno para festejar mi regreso.

Está muy bien que el gobierno municipal y el dinero público no contribuyan a ello. El dinero público no debería ir a ninguna parte que fomentara la destrucción, pero entonces habría que hablar de qué entendemos por destrucción. Porque con el alcohol pasa, como pasa con todo, que trabaja con la destrucción tenue, la que es inapreciable: la que narra Leslie Jamison en su libro, o la mía, también, cuando decido beber sabiendo que me hará daño. ¿Por qué? Entonces uno se pregunta qué sería de su vida si el alcohol no hubiera entrado nunca: cómo entendería el ocio, qué imagen tendría la felicidad, qué significa descansar, trabajar, si soportaría jornadas laborales maratonianas sin ningún premio de consolación al anochecer, en forma de lata, de copa de vino. ¿De qué sería capaz? ¿Cuántas cosas podría hacer? ¿Qué otra vida estaría escribiendo?

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