Leía el otro día en el suplemento Empreses una pieza dedicada a la creadora de contenidos Laura Grau explicando las peripecias asociadas a esta actividad. “Estoy más rato haciendo papeles para poder cobrar una factura de 50 o 100 euros que haciendo el trabajo por el que me lo están pagando. A veces pienso que no vale la pena”. No es la única que ve las cosas así. Recientemente, el amigo Jordi Llavina relataba en un artículo el increíble laberinto de impresos electrónicos destinados a darse de alta de no-sé-qué, a acreditar cosas expedidas por la propia administración y a todo tipo de ridiculeces por el estilo. "Enfadado como una mona –dice Llavina– llamo a la persona que me contrata y le digo que no quiero cobrar, que, antes que pasar por este absurdo calvario, prefiero no percibir emolumentos por mi trabajo. No pienso ceder: todo esto es un absurdo, y un abuso, y una indignidad, y una mierda tan alta como el Cavall Bernat". Estamos hablando de facturas de 150 euros, para entendernos... ¿Es razonable todo esto? En relación con este tema, yo me he vuelto muy radical: no acepto ningún encargo que implique una pérdida de tiempo tan grande y tan inútil. Esto afecta, obviamente, a los proyectos, grandes o pequeños, que provienen de la administración. En algunos casos –me ocurrió hace solo unas semanas– me sabe muy mal porque el tema me interesa mucho. Qué le vamos a hacer: mientras no acabe esta locura, ni agua. Antes del verano, una persona intelectualmente relevante me explicó que también actuaba así para ahorrarse esta especie de broma pesada. He aquí los efectos secundarios del calvario: la mediocrización.
El lector tiene derecho a pensar que todo lo que explico solo es un lamento gremial, etc. Pero no es así: desde los campesinos hasta los profesores de secundaria, pasando por cualquier persona que tenga tratos con la administración, los afectados por este microsadismo de difícil justificación son –somos– legión. La culpa no es de los funcionarios que lo hacen efectivo, evidentemente, sino de una inercia derivada de viejos pecados inconfesables. Se trata de simular que la corrupción es algo casi imposible teniendo en cuenta los altos muros y los profundos barrancos que la administración coloca estratégicamente entre los usuarios y la caja de caudales. En realidad, se trata de desviar la atención sobre la increíble facilidad con la que los fondos públicos pueden ser desviados a manos privadas por medio de mecanismos que quedan al margen de cualquier control por una razón sencilla: son legales. La clave de todo ello radica en la principal disfunción que, en mi opinión, afecta a la mayoría de democracias: la partitocracia, es decir, el desplazamiento o incluso la sustitución de facto de los ciudadanos individuales y de la sociedad civil por parte de los partidos políticos. Hoy, su omnipresencia es manifiestamente anómala. El factor de distorsión de las juventudes de los partidos que aspiran a un sueldo estratosférico inmediato, saltándose la necesaria criba de la experiencia profesional en el mundo real, es aún más grave. La gran corrupción está relacionada, entre otras cosas, con el poder omnímodo (y legal) de poner y sacar cargos no electos y no siempre idóneos para el puesto que deben ocupar, así como con la concesión o denegación de obra pública, sea del tipo que sea, empleando el truco de espectáculo infantil de la "transparencia", que suele ser lo más opaco del mundo porque solo muestra lo que quiere mostrar. Todo esto, insisto, es legal. Luego, por supuesto, está el ladronzuelo de siempre que mete la mano en el cajón disimuladamente, pero aquí ya estamos hablando de otro tema. En definitiva: los grandes fraudes consentidos se acaban tapando con pequeños calvarios burocráticos que quieren dar la impresión de que el sistema está blindado. Es así como una ridícula factura de 150 euros se convierte en una tortura, mientras que la concesión de una obra por valor de 150 millones puede resolverse en el contexto de una plácida reunión o de una discreta cena.
En poco tiempo –esperamos– se procederá a la reconstrucción de una de las zonas más densamente pobladas del País Valenciano. Es probable que, en caso de que las cosas quieran hacerse bien, el gasto total y real resulte astronómico. Teniendo en cuenta cómo han funcionado las cosas en ese rincón de mundo con gobiernos del PP (atención: modo irónico on), todo apunta a que no hay que preocuparse; lo que hay que hacer es apretar a golpe de impresos a las personas que por 150 euros participan en una mesa redonda. Son un peligro público. En cambio, estos que ahora van a repartir miles de millones en obra pública en Valencia son de fiar. Modo irónico off.