La camiseta de Barcelona

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Probablemente, algunos de los vecinos que protestaban contra la pasarela de Louis Vuitton en el Parc Güell tienen prendas o complementos de esta marca. La mayoría, probablemente, tampoco tiene ningún problema con Louis Vuitton. Estamos lejos de aquellos “indignados” que a raíz de la crisis de 2008 afloraron y dieron lugar a espacios políticos de (supuesta) extrema izquierda. Ahora la reivindicación de clase no es sólo económica, como era entonces, ni es exclusivamente proletaria. Ahora, la conciencia de clase tiene más que ver con la condición de vecino, con el respeto debido a esta figura. El barcelonés que se siente ignorado o despreciado, que ve que el barrio se le arrebata de las manos como Collboni con la camiseta del Barça. Que ve cómo los espacios se van regalando, vulgarizando, despersonalizando. No es sólo, ya, que al vecino le cueste seguir viviendo en la ciudad, por la creciente diferencia entre precios y salarios, sino que a menudo ya no quiere vivir porque no la reconoce. El reto de Barcelona ya nada tiene que ver con su marca. Lo he escrito más de una vez: Barcelona ya no debe intentar ser más guapa, las guapas sólo tienen muchos likes. Barcelona no necesita que se enamoren, sino que le quieran.

Como todo el mundo dice en las encuestas que es de “clase media”, no me referiré a este concepto tan indeterminado. Insisto en que no hablemos sólo del problema económico (que es creciente, y grave), sino de aquellos profesionales, comerciantes, artesanos, pequeños propietarios o asalariados que conforman el carácter de la ciudad y que sienten que ya no son protagonistas. Les ofrecen Juegos Olímpicos de Invierno que nadie ha pedido, Copas de América que nadie va a ver, pactos postelectorales contra naturaleza que nadie ha votado, supermanzanas que nadie ha negociado, tranvías por zonas que nadie reclama, nombres de aeropuerto que no representan a nadie ni despegan ninguna ilusión, cocapitalidades culturales sin zumo ni brezo, brutales incrementos de los alquileres de los que nadie ha sido avisado, una “ciudad de los 5 millones” como alternativa que ni siquiera ofrece un buen servicio de Cercanías… Parece que volvemos al modelo de aquel Foro de las Culturas que nadie comprendía, o de ese “referéndum” de la Diagonal que fue una burla. Esta nueva indignación es poco identificable con un partido político concreto porque es plural. Para entendernos: la mayoría son las mismas personas que fueron a votar el 1 de Octubre y que no entienden que ahora, desde lejanos foros en el Círculo de Economía, se les informe que hay que pasar página y que es normal que la policía las pegue. No, no mezclo manzanas con peras: son las mismas personas. Personas que reclaman simplemente hablar y ser escuchadas. Existir.

Algo se rompió, en aquellos días, y no era sólo la relación Catalunya-España. Algo muy feo se está dejando ver en el funcionamiento de la democracia, de la representatividad política, de la forma de tomar las decisiones: sí, las decisiones deben tomarse y los liderazgos son importantes. No hace falta votarlo todo, el asamblearismo no es ninguna solución, incluso los referendos deben ser la excepción. Liderazgos y decisiones. Pero cuando el ciudadano se siente tan despreciado, tan expulsado, cuando los efectos de estas decisiones y liderazgos son tan perjudiciales para la población autóctona hasta el punto de sentirse bajo una especie de despotismo ilustrado, de conjuro de cortesanos, de alcaldes frívolos e ingenieros sin escrúpulos, entonces ya no tenemos un problema de "antisistemas", sino de gente de orden, obediente, religiosa pagadora de impuestos, consciente de la importancia de la ley y de la convivencia y del juicio y de las calles donde no se puede ir en bici, que de repente se da cuenta de que la concordia que les proponen consiste en que ellos no pinten nada. Lo que era un conflicto nacional es ahora también un conflicto local, que tiene que ver con la representatividad y con la resistencia a una globalización mal entendida. Barcelona no es una ciudad de éxito si expulsa, desprecia y desatiende a los suyos. Una ciudad rica y guapa pero sin alma se convierte en mediocre e insoportable. Un alcalde socialista debería ser el primero en darse cuenta: nada más antisocial que gobernar de espaldas a la sociedad.

Lo que se va gestando en Barcelona es un chup-chup de indignación ciudadana que ya no va exactamente de dinero, sino de dignidad. Cuatro cosas muy simples: la gente quiere ser protagonista de su ciudad, y reconocerla; a la gente no se le engaña; a la gente no se le pega; ah, y devuélvelos la camiseta.

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