De chaval pasaba las vacaciones en Nonasp, el pueblo de mis abuelos maternos. "¿Y tú de qué casa eres?", me preguntaban todos los días, en cada esquina, los tíos y las madrinas desvagados. Aunque yo no fallaba nunca, ni en las fiestas mayores, ni en Semana Santa, ni en Navidad, y aunque en aquella época joven, me hacía con todo el mundo, para los nonaspinos yo y toda mi pandilla siempre fuimos los forasteros. Como en cualquier sociedad tradicional, en ese pueblecito cerca del Matarraña, aparentemente, la lengua, la historia y las costumbres; la familia, la religión y la sangre eran los rasgos definitorios de la tribu, sentida como natural.
Digo "aparentemente" porque cuando fui mayor aprendí que, aunque no se daban cuenta, su identidad también se definía por la ideología o por lo que los viejos materialistas habrían dicho directamente el bolsillo. Aunque en Nonasp eran cuatro gatos, la sociabilidad se repartía siempre entre el Sindicato de los ricos, de los nacionales, y el Centro social de los pobres, los republicanos. Que con esta línea divisoria no se podía hacer el burro me lo recuerda el abucheo monumental que me asestó mi abuela un día que admitié que habíamos ido a hacer unas beberes al Casino de los Nacionales. Y todo porque a un chico de Reus le gustaba una de Nonasp que se ve que estaba limpia de fascistas. Puestos a recordar sin filtros, confieso que con los años también pude ir viendo que, a pesar de que todos los del pueblo presumían de ser muy patriotas, de amar como nadie la terreta y Sant Portomeu, a la hora de la verdad tan pronto como podían todos se iban a estudiar oa buscar trabajo en Barcelona o en Zaragoza y tal día hará un año...
Estos recuerdos me vienen al pensamiento ahora que los catalanes, especialmente los catalanistas, nos encontramos de nuevo en la tesitura de tener que reflexionar sobre qué es lo que nos define como comunidad política y, más importante, si continuaremos siéndolo. Aunque desnortados y medio peleados por el desastre del Proceso y sin haber limpio del todo de sus consecuencias económicas y penales, son muchas las voces no partidistas que han visto en la llegada masiva de inmigrantes, en el buen momento económico, demográfico y político que vive Madrid y, sobre todo, en la caída del uso social del catalán, el principio del fin de la nación catalana.
Que los catalanes podemos existir sin un estado propio me parece una obviedad. De hecho, salvo los funcionarios y políticos que viven de ella, no creo que haya ningún ciudadano en el mundo que pueda decir, en puridad, que tiene un estado que es suyo. Pero, ¿y sin un uso mayoritario de nuestra lengua, podemos vivir? Como escribió Ernest Renan, en el ser humano siempre habrá algo superior a la lengua y las costumbres: la voluntad. El catalanismo político contemporáneo ha sido siempre voluntarista. Es catalán quien vive y trabaja en Catalunya, acotó Jordi Pujol. Y quien tiene conciencia y voluntad, había precisado mucho antes Rovira y Virgili. Pero, ¿qué pasa cuando vives y trabajas en Cataluña, pero no hablas el catalán y, seguramente peor, no ríes ni lloras por las mismas cosas que tus vecinos? Que los vínculos se rompan. Y sin vínculos cuesta justificar la solidaridad (los impuestos), desvelar la empatía y promover el ánimo cooperativo.
La pregunta que debemos hacernos, pues, es: ¿qué tipo de vínculos hay que incentivar para favorecer a la comunidad política? Los que, como en Nonasp, como en las viejas Polis griegas, ¿nos piden, siempre con un punto excluyente, "y tú de qué casa eres"? O, los que, como en las antiguas Civitas romanas, ¿simplemente se justifican por el propósito de progreso para el máximo número? Personalmente, confieso que el retroceso del catalán me sabe mal, cómo me sabe mal el retroceso del cristianismo o que, si es guapo, mi vecino de rellano de casa no sea gay. Pero aún me sabe más mal la corrupción de nuestras autoridades, que aumenten las desigualdades o que perdamos la esperanza en el futuro. La lengua, la geografía, estas o esas costumbres y la posesión en común de "un rico legado de recuerdos" más o menos verosímil importan, porque hacen comunidad. Sin embargo, lo que hace nación en el sentido político es y debe ser únicamente la voluntad de seguir compartiendo un futuro donde todos y cada uno de nosotros nos ganamos bien la vida y donde podamos vivir según nos plazca. ¿El resto? ¡Caborias de la madrina!