Silvia Orriols, en un acto de esta campaña
21/09/2025
Advocat i exconseller de Justícia
3 min

Tras la resaca de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña y mientras se esperaba la sentencia del Tribunal Constitucional que acabó de recortarlo, hizo fortuna la imagen del catalán cabreado. Era una manera de poner palabras al cansancio acumulado por un trato discriminatorio y sistemático de España hacia Cataluña. Aquella irritación colectiva se nutría de un agravio histórico -fiscal, cultural, lingüístico, competencial- que parecía haber llegado a su límite. El catalanismo político supo canalizar ese malestar hacia una causa compartida, que desembocó en el proceso independentista, con el resultado por todos conocido.

Desde entonces, hemos vivido una cruel crisis económica que duró años, hemos convivido con los efectos de la represión política del Estado y hemos resistido a una pandemia que detuvo el mundo. Si lo miramos con perspectiva, los jóvenes nacidos este siglo, que alcanzan ya los 25 años, sólo tienen el recuerdo de momentos difíciles y de incertidumbre, y obviamente que esto deja huella a toda la sociedad. Del catalán cabreado, que veía el futuro con optimismo si se conseguía cambiar las cosas, hemos pasado al catalán frustrado.

El orden mundial ha entrado en una fase convulsa. Rusia ha invadido Ucrania y ha reabierto los fantasmas de una guerra en el corazón de Europa. Estados Unidos, con Donald Trump como referente cada vez más decisivo, ya no ejerce de garante de un cierto orden global, sino que proyecta incertidumbre y se desentiende de la paz mundial. En Oriente Próximo, la guerra de Gaza y la impunidad con la que Israel actúa han alimentado la sensación de que los derechos humanos son papel mojado cuando chocan con intereses geopolíticos.

En paralelo, las crisis migratorias se han convertido en un elemento estructural. Las guerras, las desigualdades y los efectos cada vez más visibles del cambio climático empujan a millones de personas a desplazarse. Cataluña, como toda Europa y que ya ha superado los ocho millones de habitantes, es un reflejo directo. Nuestras ciudades y pueblos se han transformado con una diversidad que a menudo es vista como una oportunidad para el progreso económico, pero que a su vez genera tensiones porque llega en un momento de debilidad de nuestro estado del bienestar.

Éste es, probablemente, el corazón del problema: el sistema de salud, de educación y de vivienda muestra síntomas de agotamiento. Las salas de espera de los hospitales se colapsan, las aulas concentran a alumnos con una diversidad difícil de gestionar y el precio de la vivienda se ha convertido en una barrera insalvable para miles de familias.

La consecuencia de todo ello es un clima de inquietud que afecta especialmente a las generaciones jóvenes. Hace años se les decía que vivirían mejor que sus padres, pero hoy la sensación general es que esa promesa se ha roto. Con salarios bajos y trabajos inestables, emanciparse se ha convertido en un privilegio que genera frustración.

Este desencanto colectivo es terreno abonado para el populismo. No es casual que, según las recientes encuestas, en Catalunya, uno de cada cuatro ciudadanos esté dispuesto a votar fuerzas de extrema derecha como Aliança Catalana o Vox. Son partidos que no ofrecen soluciones concretas ni realistas, pero que conectan con las emociones más primarias: el miedo y la inseguridad, la sensación de pérdida de los valores tradicionales, la amenaza de enemigos exteriores y las políticas de género son algunos ejemplos. Los discursos ultras se dirigen al estómago de la gente con palabras graves e inflamadas de pretendida dignidad. A menudo realizan diagnósticos simples que rozan la caricatura, que difícilmente aportan ninguna propuesta de solución que sea realizable y siempre señalan como culpables a los partidos del sistema, olvidando que estos, con todos los defectos habidos y por haber, son los que han contribuido a forjar el estado del bienestar que ahora se reivindica.

La historia acumula muchos ejemplos que nos recuerdan que las respuestas extremas a momentos de crisis no resuelven los problemas, sino que los agravan aún más. Cuando se gobierna con el miedo como motor, los consensos sociales y democráticos se rompen rápidamente y recuperarlos cuesta generaciones enteras.

Catalunya ha pasado del cabreo a la frustración, y esto es terreno abonado para abrazarse a quien tiene respuestas para todo. Ojalá seamos a tiempo de recuperar el valor de la política en mayúsculas, hablando más claro y huyendo de los discursos políticamente correctos que ya nadie cree. No podemos permitir que la frustración colectiva sea capitalizada por quienes sólo saben echar gasolina al fuego. La salida, como siempre, pasa por la política: más compleja, más lenta y menos espectacular que el populismo pero también la única capaz de construir un futuro compartido.

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