Saigón
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“¡Qué mierda! ¡Pero qué mierda!” Lo llamaba en modo ametralladora, en medio de la noche de una sala de cine de Saigón. Debía de ser el último año de la década de los cuarenta del siglo pasado, me cuenta su sobrino. Fuera de la ficción, la realidad: la Guerra de Indochina. Y, dentro de la ficción, la sobredosis de realidad. Él era un catalán que había vivido todos los géneros: la Guerra Civil, el exilio, la Segunda Guerra Mundial, primero en la Resistencia y después salvando a soldados aliados. Y ahora era un pedazo injertado del ejército francés. Objetivo: tener nacionalidad. Pero, claro, aquello, en la literal y metafórica Cochinchina, no lo esperaba.

Mientras él reincidía en la oscuridad como crítico oral sobre las heces fílmicas, corre por el pasillo un hombre nervioso. Se le planta delante. Y le llama claro y catalán: “Oiga, esta peli no es ninguna mierda, a todos estos chinos les gusta. Y si a usted no, joda el campo”. Era el propietario del cine. Otro catalán exiliado, que le disparaba en catalán. Vamos hacia aquí, setenta y cinco años después. Será más fácil oír catalán en Saigón que en Barcelona. Ya lo es.

Esta semana, en un hotel de cuatro estrellas de Barcelona, ​​quedamos por despachar futuros con Antoni Gelonch, el presidente de la Fundación Horitzons 2050. Se nos acercó la chica y, disparando en inglés directo, nos va pedir lo que queríamos. Contestamos en catalán (café, cortado). Nada. En inglés, nos dijo que ni entendía ni hablaba castellano ni catalán. Pues no. No. No significa no, ¿verdad? Se marchó. Y vino un chico, una especie de encargado, supervisor, o quizás business desayuno time, o tal vez uno product manager cafeína day. Y nos entendió, nos sintió. Esa estupefacción, ese mal servicio, mala educación, descomposición es el día a día incesante, engordando, normal, mortuorio en la capital dimitida de Catalunya.

La Barcelona de 2024 es hija de la derrota de 1936-1939. Así es. Si aquel catalán gritaba "¡Qué mierda!" en Saigón era porque antes había salvado cientos de vidas. De soldados americanos, ingleses, polacos, de judíos... Salvaba vidas (¡como tantos catalanes!) porque creía que las democracias europeas después salvarían la nuestra. La de Cataluña. Él salvó vidas y ahora los ejércitos de europeos desembarcan no en Normandía, en Barcelona, ​​para conquistarnos. El primer botín: la lengua. Lo primero que les regalamos, pública y privadamente. Lo que no harían, ni se hace, en su país lo hacen y puede hacerse aquí. Nadie sabe nada. Y la culpa es nuestra: la cara de la chica del hotel es que los marcianos somos nosotros. Los extraterrestres maleducados. Somos clientes que no conocen las costumbres, la cultura, los hábitats locales... que ahora ya pasan a ser los suyos por decreto lengua. Somos los buenos y nos dicen que somos los malos. Somos los aliados y nos llaman nazis. Nos ocupan y nos dicen que somos los empleadores. Es lo que tiene perder y querer perder.

Si hubiésemos ganado, si quisiéramos ganar, ahora el mundo se llenaría de películas, series, tortas de recapte (y no pizzas), borracheras de escudella (y no ramen) y contaríamos las historias de quienes lo van dar todo por ganar, no ya la guerra, sino el futuro. Salvar vidas para salvar la tuya. Salvar a Europa, el mundo, para salvar a tu país. Y ahora hacemos pelis sólo de autobuses, del 47, el 34, el 56... Claro, conseguir un autobús y perder la lengua. Pero esto nos pasa, claro, a otros no les pasa, o “Por catalán no me viene nada”. Y quedan cuatro días para que acabe siendo catalán todo el mundo que vive, trabaja, inhala, defeca, dispara a Catalunya y, sobre todo, no habla, ni entiende, ni quiere, el catalán. Pasaba hace 70, 50, 30... años. Ocurre ahora y pasará mañana. Somos los exiliados en la sala de cine de Saigon-Barcelona. Es el presente. El futuro: gritar, llamarnos. Salvarnos gritando.

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