El Palacio de la Generalitat en la plaza Sant Jaume de Barcelona
21/11/2025
4 min

Estas semanas se conmemoran los cincuenta años de la muerte del dictador y de la restauración de la monarquía en España. Un importante sector de la oficialidad estatal ha querido convertir esta efeméride en una celebración acrítica de la institución monárquica, presentándola como la antítesis natural de la dictadura y poco más que el aglutinador democrático de una Transición supuestamente modélica. Pero esa lectura es una falsedad histórica. Obviar que la restitución de la monarquía borbónica fue precisamente una decisión del propio régimen franquista para garantizar la continuidad de sus elementos fundamentales es un insulto a la inteligencia democrática. Y por eso, hoy es imprescindible hablar claro para evitar una nueva desmemoria colectiva.

La democracia española posfranquista nació marcada por una anomalía antidemocrática: la imposición de una monarquía que no fue sometida a ninguna validación ciudadana específica y alrededor de la cual casi todo el mundo cerró filas y se calló, quizá por miedo a un mal mayor. De ahí la mitificación del rey Juan Carlos I, especialmente durante la propia Transición, a pesar de las sombras más que significativas. Pese a ser sucesor designado por el dictador. Una falta de legitimidad desde el origen que condiciona todavía hoy a la institución.

Es más: ni legitimidad, ni fiscalización democrática. La monarquía española nunca se ha sometido verdaderamente a ninguna rendición de cuentas. La falta de transparencia y un cierto servilismo estructural han permitido décadas de opacidad y escándalos, especialmente durante el omnipresente reinado del rey emérito, muchos aún por esclarecer. Y han evitado, a su vez, cualquier tipo de consulta o cuestionamiento colectivo. Hay que recordar un hecho democrático elemental: los más jóvenes que pudieron votar en el referéndum de ratificación de la Constitución –y, por tanto, indirectamente, sobre si preferían la monarquía o la república– son la generación que hoy se está jubilando.

La monarquía española aprovecha la inercia para ir haciendo, acumulando algunos gestos aparentemente plurales y diversos para cumplir con lo que hoy es políticamente correcto. Pero ni representa la realidad plural de España, ni la diversidad del Estado. Todo lo contrario: es el símbolo de una España única, centralista, castellana, que trata la diversidad con condescendencia, sino con una contundencia injustificada. Lo vimos con el discurso del 3 de octubre.

Pero en Catalunya esto lo sabemos de hace años. Cataluña, de hecho, ya no tenía rey. El sufrimiento histórico infligido por los Borbones en el pueblo catalán forma parte de nuestra memoria colectiva. Y esos seis minutos de vergüenza del discurso del rey Felipe VI el 3 de octubre lo constataron de nuevo. Pudo hacer un discurso de jefe de estado, intentando rebajar la tensión, reconociendo la evidente violencia policial contra la ciudadanía que el 1 de Octubre sólo quería votar, y quizás haciendo un llamamiento al diálogo ya la política. Pero ocurrió exactamente lo contrario, o peor aún. El monarca optó por el enfrentamiento y por negar los derechos básicos, dejando claro –nuevamente– que no era el rey de los catalanes.

Aquel discurso actuó como un aval explícito, no sólo de la violencia policial del 1-O, sino también de la represión. Un sector de la alta judicatura, que ya venía con el anticatalanismo de casa, quiso cumplir con el encargo del discurso e inició una etapa represiva que ha marcado profundamente en los últimos años: cárcel, exilio, acoso judicial y sufrimiento para cientos de personas que simplemente se movilizaron o cumplieron con sus funciones institucionales. Hubo que impulsar un proceso de negociación para frenar esa espiral: conseguir los indultos, negociar la supresión del delito de sedición en el Código Penal y, finalmente, la aprobación de una ley de amnistía que todavía debe ser aplicada plenamente.

Y sin embargo, aquel aval nunca ha sido rectificado. No ha habido ningún gesto ni palabra que indique la corrección, matización o revisión de esa posición. Hoy mismo, el núcleo más conservador de los jueces del Tribunal Supremo sigue resistiéndose a aplicar la ley de amnistía, pese a contar con el aval del Tribunal Constitucional y del reciente dictamen del abogado general ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Aún hoy se está cumpliendo con el encargo del discurso del 3 de Octubre.

El conflicto de fondo entre Cataluña y el Estado sigue abierto. Y, más que nunca, es necesario profundizar en el proceso de negociación política. Pero es evidente que la monarquía no rema en esa dirección. Cataluña no tiene rey porque no quiere tener, porque no queremos ser súbditos de nadie. Porque no creemos en las estructuras arcaicas y ancladas en un tiempo que ya no es. De hecho, el barómetro del CEO constata que más de un setenta por ciento de los catalanes preferiríamos una república.

Cataluña no tiene rey. Tiene ciudadanía, instituciones y una voluntad democrática que debe ser respetada. El futuro de nuestro país sólo puede construirse desde la libertad, la memoria y el compromiso con la democracia. Desde la sociedad libre, plural y moderna que somos. Sabiendo, a la vez, que sólo desde el diálogo, la negociación y el ejercicio de la democracia puede resolverse este conflicto latente. Cataluña quiere decidir su futuro. Y quiere hacerlo como lo hacen las sociedades maduras: votando. Votándolo todo.

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