Cataluña y la ultraderecha populista

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Manifestación contra la amnistía en la plaza Sant Jaume de Barcelona.

Si en la década de los 60, gracias al crecimiento económico combinado con el estado del bienestar, el proletariado occidental se aburguesó –así lo denunciaba el marxismo– y felizmente creció la clase media, ahora tenemos que la clase media se proletariza, hasta el punto de que hay mucha gente con estudios y trabajo que vive en el límite de la pobreza. En el terreno político, la derecha, que había suavizado formas con la cristianodemocracia, se ha vuelto a asilvestrar, y la izquierda, que se había hecho socialdemócrata, ha perdido pie y, siempre más proclive al cainismo y el autocuestionamiento, todavía no se ha reencontrado.

Hoy el malestar social, tan evidente, lejos de expresarse en términos económicos lo hace a la manera identitaria, a través de las guerras culturales, un campo en el que la política tradicional de blogs ideológicos no funciona. De ahí la crisis de los partidos clásicos y la emergencia de líderes carismáticos populistas que conectan con los miedos y decepciones de los nietos y bisnietos de la posguerra, que ven que ya no vivirán el progreso de sus padres.

Desde estos nuevos liderazgos, el cuestionamiento del sistema ya no se hace ni en el modo revolucionario de hace un siglo ni en el modo reformista de hace medio. Hemos pasado de la racionalidad analítica ideológica, que contraponía liberalismo a socialismo, a la denuncia histérica y emocional que busca culpables de película, malvados terribles que van a parar todos al saco de dicho “casto”. ¿Y quién es la casta? Pues en realidad somos casi todos: los políticos en genérico, los funcionarios apalancados que viven de nuestros impuestos –se supone que desde un conductor de autobús a una enfermera–, los empresarios corruptos, los periodistas manipuladores, los sindicatos aprovechados… Todos estos son (somos) los enemigos internos. Y luego, claro, están los externos: el alud de inmigrantes que quieren invadirnos para tomarnos el pan y cambiar nuestra identidad. Y todavía están los internos/externos que cuestionan el orden moral y natural de las cosas: el nuevo feminismo, los cambios de género que acabarán con la masculinidad y la familia, los ambientalistas que van contra el campesinado...

Todo ello, bien sacudido, revuelto y desahogado, ha dado pie a los discursos populistas de ultraderecha que prometen volver al orden (sin especificar exactamente cuál) y hacer que gobiernen los mejores. Los mejores, claro, siempre son ellos. Y las soluciones acaban siendo personalistas y autoritarias. En cada país existen singularidades propias: en España, en la olla de los enemigos tenemos un peso más que notable los catalanes irredentos, un ingrediente clásico; el otro: los rojos traicioneros. En la empobrecida Argentina, país marcado por una corrupción sistémica y el poso caudillista del peronismo, ha surgido un nuevo caudillo ultraliberal antiestatista… ¡y antiperonista! En Italia, claro, manda ya una exuberante limpia del fascismo que no deja de ser una profesional de la política contra la política. En los Países Bajos acaba de vencer a un xenófobo de manual contrapuesto –la ley del péndulo– en todo el progresismo neerlandés de los años 60: pacifismo, tolerancia a las drogas, revolución sexual, feminismo. A Meloni y Wilders les unen muchas cosas, pero sobre todo la fobia a la inmigración, que es lo que se lleva a la asustada Europa fortaleza y que dio pie al Brexit identitario. Y si miramos hacia el este, tenemos las versiones poscomunistas donde ya no es necesario disimular el autoritarismo, desde el nacionalista Orbán hasta el imperialista Putin.

¿Y en Cataluña? Pues aquí, todavía aturdidos por el Proceso, de momento nos hemos ahorrado la emergencia de la magia ultrapopulista. Suficiente trabajo tenemos para salir de la represión y recosir mayorías y consensos. No quiere decir que el peligro no esté –solo hay que pensar en Orriols en Ripoll o en las plegarias contra la amnistía en la plaza Sant Jaume–, pero paradójicamente las trágicas circunstancias vividas han impedido hasta ahora caer por esa pendiente autodestructiva. Afortunadamente, siguen siendo centrales discursos democráticos y convivenciales.

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