Hay barceloneses que hablan de la ciudad como de su patria, y tiene cierta lógica, porque el nacionalismo ciudadano tiene mejor prensa que el nacional. Un barcelonés puede quejarse de que en su calle predominan los extranjeros sin miedo a que le tilden de racista. Se puede hostigar en público a los turistas, que son, mayoritariamente, gente de clase media a la que les gusta viajar tanto como a nosotros... Otro motivo para ser nacionalista barcelonés es pasar por encima del conflicto entre catalanidad y españolidad. Una suerte de tercera vía, urbana, global y mediterránea. Esta tercera vía, sin embargo, tiene tendencia a utilizar el castellano ya ver la catalanor como un corsé. Pero también hay barceloneses que están orgullosos de su ciudad justamente porque es capital de Catalunya, algo que es tan objetivo que, obviándolo, renunciamos a explicar lo que es esa ciudad, su diferencia.
Gestionar este collage identitario no es fácil. Se ha visto claramente en la Feria de Guadalajara, escenario de un sofisticado juego de equilibrios, con una mayoría de autores en lengua catalana que se ha compensado desde el Ayuntamiento con un relato muy centrado en resaltar el papel de Barcelona como puente con Latinoamérica, a través –claro– del castellano como lengua común. La satisfacción de los escritores catalanes que han asistido al evento, narrada el sábado por Ignasi Aragay en este diario, contrasta con el mal recibimiento que ha tenido la propuesta municipal de conceder una beca a un autor latinoamericano para realizar una residencia en la ciudad para "contarla al mundo" en castellano.
Hay que acostumbrarse a que Barcelona conviva con sus batallas culturales, un conflicto interno que seguramente nunca se resolverá. El catalanismo debe entender que la ciudad tiene una dimensión global que pide un relato propio. Pero en un conflicto todo el mundo barre hacia casa, y los defensores de la catalanidad de Barcelona deben estar siempre dispuestos, porque la presión en sentido contrario es muy fuerte, y tiene enormes intereses económicos detrás. Por eso desde ciertas tribunas mediáticas y económicas se apuesta, de forma pertinaz, por una colaboración más estrecha entre Barcelona y Madrid, mientras se pone sordina a la política centralista del Estado, la diferencia de inversiones o la tozuda y estúpida resistencia a permitir la conexión Barcelona-Valencia. Por eso, también, el ayuntamiento del PSC paga para que los premios Goya se entreguen en Barcelona, lo que no catalaniza los premios, sino que españoliza (con mayor o menor éxito) los premiados, como ya ocurre con los premios Ondas.
Muchos de los que están en esta trinchera creen, quizá de buena fe, que lo mejor para el progreso de Barcelona es mendigar migajas de la capitalidad de Madrid. Otros creemos que esta estrategia, que tiene dos siglos de historia, sólo conduce al fracaso, y que si condujera a cierto tipo de éxito, sería a costa de borrar la catalanidad de Barcelona, y más aún, de encorsetar su perfil global para reducirlo en el ámbito hispano.
Si el catalanismo quiere hacerse más fuerte en Barcelona, debe poner todo el énfasis en un principio que la mayoría de los barceloneses comparte, y es que Barcelona es su capital. Y esta capitalidad no depende del hecho de que Catalunya sea independiente (aunque ayudaría, y mucho). Barcelona no debe renunciar a proyectarse, pero sobre todo debe fortificar su condición de capital. Y eso exige también al catalanismo revertir el error histórico de Jordi Pujol de suprimir la Corporación Metropolitana de Barcelona, en lugar de hacer lo que tocaba, es decir, ponerla a las órdenes de la Generalitat. Apostar por la Gran Barcelona, por una ciudad de primer nivel, es apostar por su capitalidad. Y esto al final es bueno para Catalunya y para el catalanismo.