Finalmente, después de muchos retrasos, el Pleno del Parlamento empezará la próxima semana a tramitar la reforma de la ley de correbous.
Esta propuesta es más bien tímida. No pretende acabar con los correbous, sino sólo con tres de sus modalidades más crueles: los bueyes embolados, los cabezudos y los bueyes al mar. Hacer fuego en los cuernos de los bueyes. Atarles la cabeza con una cuerda mientras se les hace a correr entre un gentío. Incitarles a embestir para que caigan al mar.
Para algunos catalanes, especialmente los de Terres de l'Ebre, esta tradición de los correbous se siente como parte de su identidad. Este sentimiento debemos tomarlo en serio en el debate que tendremos en los próximos meses. Las tradiciones son el alma de la tierra, que diría Pau Casals.
Apartamos, sin embargo, la idea de que se trata de un conflicto entre el campo y la ciudad, o entre Barcelona y las Terres de l'Ebre. No. La crítica a los correbous se encuentra también arraigada y articulada en ese territorio. La discusión está viva entre los ebrenses, reflejando así la de toda la sociedad catalana.
Las tradiciones son el alma de la tierra, pero hay que hacer exámenes de conciencia periódicos. El progreso ético es incompatible con la aceptación acrítica de las tradiciones. Una práctica puede ser venerable e intolerablemente injusta. Por ejemplo, si es sexista o racista. Entonces es nuestro deber reflexionar sobre ellos y, si es necesario, enderezar la injusticia. Debemos intentar reformar la tradición o, si es imposible, abandonarla. Sin excepciones.
Tenemos, además, evidencia incontestable de que los bueyes embolados, cabezados y en el mar suponen un maltrato grave para estos animales. Quizás no estamos acostumbrados todavía a pensar en los derechos y el bienestar de los animales como una cuestión de justicia. Pero ya toca hacerlo.
Ya toca dar a la tierra un alma más compasiva.