Esta semana han salido a la luz informaciones que apuntan a conexiones entre el exministro Cristóbal Montoro, despachos de abogados y gestiones favorables ante la Agencia Tributaria de ciertos ciudadanos y famosos. Otro episodio que se suma a una lista interminable.
Lo que estamos viendo en los medios es un contraataque mediático a la corrupción del grupillo de Koldo y cía. El Partido Popular señala al Partido Socialista, el Partido Socialista destapa escándalos del Partido Popular. El escándalo público es la forma de fuego cruzado entre los dos únicos partidos que han gobernado España desde la Transición.
Es repugnante.
Porque si los dos se acusan, y los dos tienen razones fundadas para acusarse, la conclusión es una sola: aquí nada ha cambiado desde la Transición. Y si algo ha cambiado, ha sido poco y para algunos. El mensaje que se instala es que seguimos siendo un país donde los contactos pesan más que los méritos, donde el acceso al poder se utiliza para favorecer a personas del entorno, y donde los mecanismos de control fallan de forma sospechosa. Madrid como centro de poder corrupto.
Pero la corrupción no es solo una inmoralidad pública. Es una enfermedad económica. Allí donde se instala, la inversión se retrae, el talento se marcha, el funcionariado se degrada y la política se convierte en un mercado opaco. Hay muchos estudios que muestran la correlación entre corrupción estructural y empobrecimiento. Ningún país que haya naturalizado la corrupción ha progresado de forma sostenida.
El daño político es aún más profundo. Cuando el ciudadano se convence de que la democracia no sirve para salvaguardar el sistema, la desafección crece. Y ese vacío lo llenan con rapidez los populismos. No importa si son de izquierda o de derecha. Todos se alimentan del mismo malestar. Todos prometen acabar con el sistema sin explicar cómo lo harán ni con qué garantías. Y todos, sin excepción, terminan aniquilando la democracia que dicen querer salvar.
Por eso, este enésimo cruce de acusaciones entre partidos no es inofensivo. Ni es un espectáculo pasajero. Es un proceso corrosivo. Debilita la confianza en las instituciones. Convierte al votante en un cínico resignado o en un radical que ya no escucha ni dialoga. Y prepara el terreno para que la democracia se vea sustituida por peligrosos experimentos que se disfrazan de alternativa.
No escribo esto para defender a los grandes partidos, ni para atacar a los pequeños. Tampoco creo que todos los políticos sean corruptos. Pero o esto cambia de una vez por todas o el sistema acabará por pudrirse antes de lo que pensamos.