Para el PP, la ley de amnistía es el apocalipsis: "transacción corrupta", humillación de los jueces, violación de la separación de poderes, el camino al autoritarismo. Para el PSOE, es el paraíso: la apertura de un tiempo nuevo en el que, por fin, nos "miramos a los ojos" y construimos un "edificio de convivencia", como dijo el jueves un extasiado Félix Bolaños. La ley de amnistía ya no es sólo impecable, sino un “referente mundial”.
PSOE y PP se han aproximado a la amnistía cómo se acercan a otros temas (la renovación del Consejo General del Poder Judicial ayer, o la corrupción de las mascarillas hoy), focalizados en el corto plazo. En Génova atan la subida a las encuestas del PP a las declaraciones altisonantes de sus dirigentes sobre la amnistía, cuando, en realidad, si hubieran estado en silencio habrían subido lo mismo. O más.
El tremendismo del PP no convence afuera de nuestras fronteras. Ningún observador informado y moderado cree que Sánchez sea un dirigente bolivariano, ni siquiera dentro del Partido Popular Europeo, y la prueba es la prudencia de su figura más relevante, Ursula von der Leyen. Porque los datos objetivos no son alarmantes. Cuando España cayó recientemente en los indicadores comparativos de calidad democrática no fue por la posibilidad de la amnistía y otras cesiones a los partidos independentistas, sino por la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial, que, curiosamente, es responsabilidad del PP.
La democracia en España no está en peligro. Tiene problemas, pero no más que otros de nuestro entorno. Uno de los rankings más prestigiosos, el del V-DEM Institute, que se ha conocido esta semana, sitúa a España dentro del exclusivo grupo de democracias liberales, una veintena de países que este año encabeza Australia y cierran EEUU. Se encuentra en la posición 17 del mundo, ligeramente por encima de Suecia y Suiza. Por cierto, éste es también un mensaje para los independentistas: según los observadores internacionales, España no es un estado opresor.
Otra paradoja del comportamiento PP es que la Comisión de Venecia podría haber sido la mejor aliada de los populares, pero se ha convertido en su principal enemigo por la adicción a la exageración de sus portavoces. Porque, al contrario de lo que dicen los entusiastas de la ley acordada entre el gobierno y sus socios en el Congreso, la Comisión de Venecia avala una ley de amnistía, pero no necesariamente esta ley de amnistía. La Comisión de Venecia expresa la opinión de que muchos sospechamos que tienen, en el fondo de su conciencia, la mayoría de políticos españoles (incluyendo al PP de Feijóo, sobre todo después del 23-J, cuando valoraba la posibilidad de un acuerdo con Junts): una amnistía es posible, e incluso deseable, para lograr una reconciliación social, pero por eso son necesarias unas condiciones que no se dan ahora.
En primer lugar, una ley de las consecuencias políticas, sociales y jurídicas que tiene esta norma debe realizarse siguiendo un proceso legislativo mucho más escrupuloso, no con un procedimiento de urgencia, sin el tiempo necesario para un diálogo, y unos informes jurídicos, necesarios. En segundo lugar, debería aprobarse por una mayoría cualificada, no con una raspada (además del inefectivo, pero relevante por cuestiones territoriales, rechazo frontal del Senado). Según la Comisión de Venecia, si no existe un gran acuerdo político en España sobre la amnistía, existe un riesgo de erosión de la cohesión social. En tercer lugar, la ley no puede realizarse para cubrir los delitos de unos individuos concretos. Y no sólo ha pasado esto, sino que se ha hecho gala del carácter ad hominem de la sucesión de enmiendas al texto legal.
Éste es el problema del PSOE. No es la amnistía per se, como no lo fueron los indultos o las problemáticas reformas de delitos como la malversación. Es la sensación de que unos partidos y unos colectivos son tratados de forma privilegiada. Que los representantes de una comunidad autónoma no deben sentarse a conferencias con los representantes de otros, sino que, con tratos bilaterales, pueden obtener condonaciones de deudas millonarias, ventajas fiscales y otros beneficios particulares.
En definitiva, aunque la democracia española es, comparativamente hablando, fuerte, tanto el PP como el PSOE están erosionando sus dos pilares morales, intangibles pero imprescindibles: la confianza ciudadana en la política (menguada por los ataques constantes de la derecha a la legitimidad del gobierno y de la mayoría del Congreso) y la imparcialidad de las actuaciones públicas (debilitada por la parcialidad del gobierno hacia sus socios independentistas). Quizás los dirigentes actuales de los grandes partidos no vean los efectos de su miopía, pero, tarde o temprano, todos los sufriremos.