Los debates de fondo alrededor de la ley trans

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La ministra de Igualdad, Irene Montero, en la sala de prensa de la Moncloa

Lo más importante de la ley trans es su existencia por lo que tiene de reconocimiento de los derechos de un colectivo que hasta ahora quedaba a los márgenes de la legalidad. Los transexuales por fin podrán sentirse ciudadanos como el resto. En el contexto mundial de involución conservadora (solo hay que ver qué está pasando en EE.UU. con el derecho al aborto), esta ley es un paso adelante que hay que valorar. En España, el ascenso de Vox no ha hecho sino dar alas a la fobia contra todo aquello que no sea heteronormativo, una realidad presente en la actualidad y que genera mucha inseguridad a miles de personas. Por lo tanto, proteger a los transexuales es absolutamente necesario, igual que lo ha sido históricamente reconocer y proteger la homosexualidad. Socialmente, sin duda, todavía queda mucho camino por recorrer en el reconocimiento de las identidades de género y en la lucha contra la intolerancia.

La ley de la ministra de Igualdad Irene Montero, sin embargo, además de chocar con los postulados de la triple derecha, también ha sido objeto de una fuerte polémica dentro del mismo movimiento LGTBI+ y, en especial, ha topado con algunos sectores del feminismo que consideran que se está debilitando el sujeto político que tanto les ha costado construir: en efecto, la libre determinación de género servirá para que las personas trans se acojan a los beneficios de normas y medidas que buscan la equiparación de derechos entre hombres y mujeres. No es fácil encontrar el punto de fusión entre estas dos posiciones, la que desde el movimiento trans considera que simplemente se trata de una cuestión de derechos humanos y la que desde el feminismo encuentra que se perjudica a las mujeres al dar entrada a los trans dentro de su espacio, tan duramente conquistado. El debate, en este caso, ha sido muy disfuncional, marcado por posiciones enfrentadas hasta ahora irreconciliables.

Al final, sin embargo, como en toda ley, las ideas se tienen que concretar, se tienen que poner negro sobre blanco. Y la balanza se ha decantado hacia el lado trans más que hacia los agravios de una parte del feminismo. Las dudas y choques conceptuales han sido duros y han atrasado la tramitación –ha pasado más de un año desde que el ejecutivo de Sánchez aprobó el anteproyecto–, con tensiones también dentro del mismo gobierno de coalición. Unidas Podemos, acostumbrada a ceder en terrenos clave –ahora mismo lo estamos viendo con el drama de la valla de Melilla–, en este caso ha impuesto la posición.

Entre los puntos más delicados de la ley trans hay el del cambio de género, que al final se podrá hacer sin ninguna limitación, ni un informe médico preceptivo ni tampoco un tratamiento hormonal: el elemento cultural (la voluntad personal) ha pasado por encima del elemento biológico. La edad para consumar el cambio en el DNI serán los 16 años, también sin autorización de los padres o tutores legales ni informe médico. El informe no vinculante que en abril emitió el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) quiso enmendar sin éxito el texto para subir el umbral del cambio de sexo a los 18 años. La cuestión de la edad, y, por lo tanto, de la madurez personal, no es menor. Sea como fuere, hay que celebrar que los derechos de las personas trans tengan por primera vez un reconocimiento legal.

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