España es, por supuesto, un estado de derecho –justo es decir que también el régimen franquista aseguraba serlo– con rigurosa separación de poderes, inmaculada independencia judicial, etcétera, etcétera. Aun así, en vista de las decisiones de sus jueces, tribunales y órganos asimilables, no se puede evitar la sensación de que a veces aplican el “derecho penal del enemigo”, y en otras ocasiones el “derecho penal del amigo”, por decirlo con metáforas suficientes entendedoras.
Sobre la aplicación del “derecho penal del enemigo” no hay que insistir mucho. Desde la sentencia del Supremo contra los líderes del Procés, pasando por el tratamiento penitenciario a los condenados en aquella causa, hasta la inhabilitación reciente de Joan Josep Nuet, el espíritu de represalia resulta meridianamente claro. Se habla menos del “derecho penal del amigo”, del cual en poco más de una semana hemos tenido tres ejemplos bastante remarcables.
El 31 de marzo, la Audiencia Nacional sentenciaba que la destitución del coronel Diego Pérez de los Cobos de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid era “ilegal”, e infligía así una sonora bofetada al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska. Existe en Madrid –no descubro nada– un complejo funcionarial-judicial-policial-patriótico del cual el Marlaska magistrado antiterrorista era miembro, pero al cual traicionó aceptando una cartera ministerial de manos del nefando Pedro Sánchez, el padrino de separatistas y comunistas. Y bien, ¿cómo no había el brazo judicial de aquel complejo de dar la razón al “capitán Dreyfus español” (García Egea dixit), al héroe de España ante el 1 de Octubre catalán y, de paso, humillar al ministro renegado?
El 6 de abril, la Junta Electoral Provincial de Madrid resolvió que nada impedía a Toni Cantó formar parte de la candidatura del PP a la Asamblea autonómica. No importaba que, durante la última década y hasta el pasado 15 de marzo, el digamos actor hubiera ejercido la ciudadanía política en Valencia. Todavía importaba menos que, de unos años acá y sobre todo en Catalunya, las Juntas Electorales se hayan convertido en verdaderas máquinas de restringir libertades. ¿Un detalle burocrático –la fecha de empadronamiento del pretenso discípulo de Talía en Madrid– tenía que impedir que este patriota modélico, con un itinerario (UPyD-Ciudadanos-PP) tan ejemplar como prometedor, contribuyera en la medida de su talento a la victoria de la libertad frente al comunismo? Después, un juzgado ha sentenciado en sentido contrario, pero todavía queda el Constitucional, donde Cantó jugará en casa.
El 8 de abril, por último, se supo que el juez suspendía de nuevo el ingreso en prisión de los ultraderechistas condenados por el asalto a la librería Blanquerna de Madrid, el Once de Septiembre del 2013, y que lo hacía amparándose en los recursos, alegaciones, peticiones de indulto y otras tácticas elusivas de la sentencia que los asaltantes han empleado sistemáticamente, con imprescindibles simpatías dentro del aparato judicial.
Todo hace pensar que los ultras no se han arrepentido de nada (dos de ellos se presentan a las elecciones madrileñas por Falange Española y de las JONS, cosa que no parece un indicio de rectificación); y resulta evidente que con mucho gusto lo volverían a hacer. Pero está claro, desde la perspectiva de aquel complejo funcionarial-judicial-policial-patriótico antes aludido, ¿donde vas a comparar unos chavales –quizás un poco radicales, de acuerdo– que actuaron “por amor a España” y “en defensa de su unidad, como manda la Constitución” (así lo declararon en el juicio), con los sediciosos separatistas catalanes que querían romper España y rasgar la Constitución? A ver –se debe comentar en los cenáculos del establishment madrileño, durante las animadas sobremesas hasta las once de la noche, o más tarde– si no sabremos distinguir entre amigos y enemigos... Que, en el exterior de esta ciudadela de togas, uniformes y altos funcionarios, se observe en la justicia y la alta administración españolas un sesgo ideológico flagrante, esto, a los que están dentro, les deja del todo indiferentes.
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En su último libro, Les hores greus, el presidente Quim Torra i Pla califica de “miserable órgano administrativo” la Junta Electoral Central, impulsora de su cese como diputado y, después, de su inhabilitación. Tiene toda la razón. Ahora, si la JEC es muy bien esto, y aun así se arroga –según he señalado más arriba– el poder de descabezar derechos tanto individuales como colectivos, ¿no es un órgano todavía más miserablemente administrativo el Procicat, de composición nada transparente y legitimación democrática desconocida, aquel Procicat que, una y otra vez, suspende derechos fundamentales de siete millones y medio de personas?
¿En Madrid no tienen un Procimad? Sí, distinguidos médicos catalanes han dicho que, en la capital española, la vida humana cotiza más bajo que en Catalunya; y Pedro Sánchez ha insinuado que las cifras madrileñas sobre la pandemia están maquilladas. Es posible. En todo caso, es más que posible que la responsable de aquella baja cotización y de aquel supuesto maquillaje, Isabel Díaz Ayuso, arrase en las elecciones del 4 de mayo, mientras aquí seguimos empantanados en la formación de una mayoría de gobierno.
Joan B. Culla es historiador