Taxis de Barcelona circulando por la calle Aragó, en una imagen de archivo
14/02/2025
2 min
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La señora progresista se abrocha el cinturón y le da la dirección al conductor del taxi. Él sonríe y escucha, enriquecido, al amigo que habla a través de la emisora. "Eh! ¡Que he visto a una mujer con una rosa, y he pensado, niños...!". Habla con todos los demás del día de los enamorados. La catedrática sonríe, al oírlo, porque ella, si fuera a decir, diría que celebra el Sant Jordi. Pero nada celebra. Le hace gracia oír a este hombre, a través de la emisora, y lo que conduce, que le hace la garra-gara.

"¡Yo todavía tengo que ir a comprar la cosa de mi mujer!" exclama al conductor. "No sé si una cafetera, que la quiere, o un aparato de masaje, ¡que se lo robaría!"

La señora progresista sonríe. Qué preciosa cotidianidad, pensar que este taxista le regalará a alguien una máquina de masajear que él querrá quedarse. Cuánta alegría, cuánta normalidad. Ella, que es la mujer inteligente, la que fue, en teoría, elegida por el cerebro (el cuerpo también, claro) y que tiene un marido inteligente como ella, se encuentra con que envidia al taxista. Esa alegría, esa normalidad. Quizás quisiera, piensa, menos cerebro y más cuerpo, menos cabeza y más corazón.

"Me quedo aquí, en la esquina", le dice al conductor. Y él, sonriente, contento porque hoy seguro que, tal vez, tenga sexo después del regalo, le desea un buen día. Ella dormirá en la cama matrimonial, king size para no estorbarse, sin tocar el pie del marido. Cuánta envidia siente a la señora progresista de tanta regularidad, de tanta alegría, de tanta normalidad. Este taxista llegará a casa y dará un beso breve en los labios de la mujer. Ella lleva siglos sin contacto con el hombre que la enamoró.

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