Dos de las palabras que últimamente aparecen más en los medios de comunicación son diálogo y normalidad. Del diálogo se ha hablado tanto y de tantas formas que al final cada uno ha hecho su propia interpretación. La llamada nueva normalidad incluso cuesta más de entender, puesto que es un concepto altamente indeterminado.
Definir la normalidad, así como el comportamiento esperado por parte de la comunidad, es una predicción difícil. Y si no tomen como ejemplo los botellones de los jóvenes. Tradicionalmente, en el derecho también se usaban criterios normativos a partir de determinados conceptos como por ejemplo “hombre medio, hombre prudente o buen padre de familia”, para caracterizar algunos de los conocimientos necesarios. Más allá de la cuestión de género, por la cual es imposible que las mujeres nos sintamos identificadas con estos planteamientos, tampoco ahora mismo sirven para medir determinadas conductas. Es en este sentido que me preocupa el concepto “nueva normalidad” que se predica. Mi experiencia, en esta ocasión después de un largo viaje la semana pasada, me alerta de las dificultades burocráticas y de control que se están imponiendo sobre la ciudadanía y que, naturalmente, existe el riesgo de que se puedan quedar.
Estos son días de recuerdos, y precisamente el día 3 de octubre de hace cuatro años, después del discurso del rey, el president Puigdemont expresó su decepción manifestando que habría esperado de esta intervención un llamamiento al diálogo y a la concordia. También pidió un proceso de mediación.
Ha pasado ya mucho tiempo desde esta petición de diálogo, pero finalmente todo parece indicar que tendremos “diálogo”, aunque no acabamos de saber ni de qué forma, ni de qué manera, ni si se exigirán resultados, ni cuánto durará. Pero, así como la reivindicación del diálogo viene de lejos, lo que no he oído durante todo este tiempo es ninguna alusión a la reparación del daño. ¿Qué se hará con todas aquellas personas que directamente o indirectamente sufrieron las consecuencias del conflicto político? ¿Quién se ocupará de esto en la mesa de diálogo?
Acabo de ver la película Maixabel, altamente recomendable, que trata del encuentro restaurativo entre la viuda de Juan Mari Jáuregui y el miembro de ETA que lo asesinó, y me ha trasladado al doloroso recuerdo de tantas cosas que sucedieron en aquella época. Y aunque afortunadamente la situación de Catalunya -y no me cansaré de repetirlo- no es la del País Vasco, lo que sí queda claro es que, en ese proceso, y contrariamente a lo que el PP propugnaba, la reparación del daño y la aproximación a una justicia restaurativa fue fundamental para las víctimas. Así entendido, el concepto de reparación va más allá de la justicia formal. Los encuentros restaurativos fueron lo único que en parte permitió ponerse en la piel del otro, tanto por parte del ofensor como de la víctima.
En el conflicto político catalán hemos apelado al diálogo como única salida, pero la pregunta es dónde quedan los actos de reparación, cómo se soluciona el mal de muchas personas que se han visto injustamente tratadas, tanto por la intervención de una justicia que no comprenden como por unas penas consideradas desproporcionadas y por la falta de diálogo o la incomprensión de determinados comportamientos de todas las partes.
En primer lugar, me gustaría destacar el tema del arrepentimiento que tanto ha pretendido exigir la justicia. El arrepentimiento pertenece tan solo a la persona que lo siente y no tendría que generar efectos jurídicos, así como tampoco se puede imponer, puesto que es un criterio moral. Sin duda puede ayudar a solucionar muchos conflictos y es mucho más amplio que loque el derecho puede definir, puesto que significa, entre otras cosas, que hay otra manera de resolverlos y permite iniciar el camino para entender al otro.
Igual que el arrepentimiento, el perdón tampoco es exigible: se puede perdonar, aunque no te lo pidan, como también se puede no perdonar, aunque exista la petición.
Así pues, en los conflictos políticos hay muchas más implicaciones, como categorías de daños, y la definición no puede asimilarse al concepto penal entre víctima y ofensor. Pero para sentarse a dialogar se tiene que entender también que se produjo un daño y que, si no se aborda paralelamente este dolor en términos de reparación, el diálogo puede quedar viciado desde los inicios.
Quizás los indultos han sido un primer paso en este camino, así como el reconocimiento por parte del president de la Generalitat de la mesa de diálogo. Pero la pregunta es qué hacemos con el dolor que provocó el conflicto político en los presos, los exiliados, los represaliados o en la sociedad en general, claramente dividida por el proceso independentista. El PP ya no gobierna, pero cuando oyes el debate parlamentario no solos piensas que las heridas fueron mucho más profundas, sino que hay muchos temas enquistados.
Pedro Sánchez ha esquivado hasta ahora inteligentemente los obstáculos y se han dado los primeros pasos, pero se tendrían, en mi opinión, que propiciar también encuentros restaurativos entre los afectados.
Esther Giménez-Salinas es catedrática de justicia social y restaurativa Pere Tarrés-URL.