Año 2012-2013. Los ciudadanos retiraban sus medicamentos en la farmacia, pero muchos lo hacían con la angustia de pensar qué pasaría si las farmacias dejábamos de poder comprarlos. Ahora sabemos que todo aquello podía haber sido evitable.
Durante años, las farmacias catalanas soportamos personalmente unos impagos y retrasos que ponían en riesgo no solo nuestra actividad, sino, sobre todo, el derecho de los ciudadanos a acceder a sus tratamientos sin interrupciones. No fallamos. Pero lo pagamos caro. Y no hablo solo de economía.
El impacto recayó sobre la población. Muchos ciudadanos, a pesar de seguir recogiendo sus medicamentos, sabían —porque lo oían en las noticias, porque lo comentaba el vecindario, porque lo intuían— que aquel servicio esencial colgaba de un hilo. Y vivieron con la angustia de pensar qué pasaría si un día no había stock suficiente, si la farmacia del barrio o del pueblo se veía obligada a cerrar o si, sencillamente, la rueda dejaba de girar.
Ahora, con la luz que proyecta la polémica actual, se ha abierto de nuevo una herida que no cierra, porque en Valencia y Murcia, de nuevo, las farmacias no han cobrado puntualmente. Nos enteramos de que, mientras las farmacias adelantábamos dinero para garantizar el acceso universal a los medicamentos, en el ministerio de Hacienda y la Agencia Tributaria podían producirse presuntos tratos privilegiados con grandes corporaciones y casos de corrupción reduciendo ingresos. Una administración que nos fallaba a nosotros —y, por extensión, a la ciudadanía— mientras permitía, de confirmarse judicialmente, que los poderosos influyeran en la redacción de leyes a medida de sus intereses, compensando la falta de ingresos con retrasos en los pagos a los más pequeños, las pymes como las farmacias.
Esta doble moral institucional, denunciada con contundencia por Antoni Cañete, presidente de la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad (PMcM), es la que más duele. Las normas que deberían haber evitado el sufrimiento por los impagos o retrasos se bloqueaban, y todavía lo están. Las sanciones contra la morosidad nunca llegaban. Y el pequeño proveedor —como la farmacia y tantas otras pymes— seguía siendo el daño colateral de un sistema que, cuando calla, consiente.
Como farmacéuticos, nos unimos para reclamar soluciones a las administraciones, sin dejar al ciudadano a un lado, ni utilizarlo como rehén para presionar, primero la Federación de Asociaciones de Farmacias de Catalunya (Fefac) y el Consejo de Colegios de Farmacéuticos y, después, con Pimec, Conpymes, y las Cambres de Comerç resistimos y actuamos como sector esencial.
Como sociedad, no nos lo podemos permitir de nuevo. Por eso es necesario exigir transparencia, responsabilidad y respeto por los que levantamos la persiana cada día para hacer funcionar el país. Pero también hay que organizarse más porque la voz de las microempresas y autónomos tiene que sonar en las instituciones, en el puente de mando, donde nunca ha sonado con voz propia e independiente, a través de organizaciones como la Fefac, Pimec y Conpymes.
La farmacia no es solo salud: como el resto de pymes, es economía, es territorio, es estabilidad, es cohesión social, es equidad, arraigo y es proximidad. Y, sobre todo, es un servicio público esencial, con titularidad y responsabilidad privada, de un autónomo.
El presunto caso de corrupción no solo nos indigna por lo que revela, sino por lo que simboliza. Porque cada vez —y esta no es la primera— que la administración no paga a tiempo o no gestiona exclusivamente por el interés común, quien sufre sus consecuencias, de una u otra forma, es siempre el ciudadano. Y cada vez que un poderoso puede cambiar una norma en beneficio propio, una parte de la democracia social se erosiona y otra vez, finalmente, lo sufre el ciudadano. Si no queremos volver a vivir lo que ya vivimos, tenemos que recordar, exigir y actuar. El futuro no puede quedar en manos de los mismos errores.