Herramientas de estado

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El juez Manuel García-Castellón en una imagen de archivo.

Todos sabemos que el poder es catalizador de las pasiones humanas –en cualquier posición es la diferencia de potencial la que marca el paso–, y precisamente por eso es exigible la prudencia a quien lo ejerce, tanto en el ámbito privado como en el público. En una escena política convulsa, impregnada de los agravios y desacuerdos de 2017, las salidas de tono son frecuentes. Los poderes españoles dejan escapar con frecuencia la reactividad de un desafío que no han sido capaces de elaborar. La gestión del proceso de formalización de la amnistía ha puesto en escena comportamientos desmedidos bastante inquietantes.

Es perfectamente comprensible que la amnistía provoque confrontación y debate en la escena política. Al igual que el presidente Sánchez, condicionado por su debilidad parlamentaria, ha visto una oportunidad para cerrar una etapa que ya hace tiempo que pesa excesivamente en ambos lados, la derecha española lo ha convertido en campo de batalla porque sabe que es un tema sensible para generar reagrupamientos patrióticos. Y en este sentido, acertadamente o no, ha pensado que la batalla contra la amnistía le sería útil en dos direcciones: debilitar a Sánchez y pararle los pies al independentismo. No estoy seguro de que Feijóo lo capitalice como se imagina. La amnistía contiene un mensaje pacificador que va cuajando.

Pero lo inadmisible es la imagen de politización de la justicia que se está dando. De hecho, es una consecuencia más de la renuncia de Rajoy a afrontar políticamente el problema catalán y transferirlo a los jueces. Un gesto que inevitablemente los politizaba. Ahora, con la amnistía, ha emergido la figura del juez Manuel García-Castellón desatado en la caza y captura de pruebas de terrorismo para desmontar la operación, con la mirada puesta en Carles Puigdemont. A cada paso que dan las Cortes, él corre a buscar razones incriminatorias, con patéticos intentos como querer convertir en prueba de terrorismo el infarto de una persona extranjera que estaba en el aeropuerto coincidiendo con una manifestación, o los enfrentamientos entre manifestantes y policía en las movilizaciones en la calle.

El activismo y la frivolidad de García-Castellón ponen la justicia al servicio de una causa política. La función de un juez no es imponer su verdad, sino aplicar la ley. Y llegar a preguntarse si había ánimo homicida en las heridas sufridas por dos policías en una manifestación para así imputar a Puigdemont –que evidentemente no estaba– como terrorista denota un comportamiento tan obsesivo como degradante. Por mucho que Díaz Ayuso esté "a favor de todo lo que sean herramientas por parte del Estado para protegerse".

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