El Estado contra el Estado
El fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo es una imagen insólita, casi impensable en cualquier democracia madura. Esta semana, Álvaro García Ortiz fue juzgado por un presunto delito de revelación de secretos a raíz de la filtración de un correo electrónico relacionado con la causa por fraude fiscal de la pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso. Más allá del caso concreto, la fotografía es de una extraordinaria fuerza simbólica. Es el Estado juzgando al Estado.
Resulta paradójico que esta sea la misma justicia que, durante años, ha permitido que las filtraciones de causas judiciales se hayan convertido en un instrumento habitual de combate político. Forma parte de la rutina ver cómo datos personales e informaciones bajo secreto de sumario aparecen en los medios con precisión sin que nadie mueva un dedo. El independentismo lo sabe bien: los detalles más relevantes de los procesos judiciales contra líderes políticos catalanes siempre se han conocido antes por la prensa que por los propios tribunales. Pero nunca ha pasado nada. Ninguna investigación, ninguna responsabilidad, ninguna consecuencia.
Esta impunidad ha consolidado un modelo perverso en el que la justicia se ha convertido en una herramienta más al servicio de la batalla política. Y ahora, esa misma maquinaria que se utilizó contra el independentismo ha sido redirigida contra el gobierno de Pedro Sánchez. Lo que antes se justificaba como una defensa de la unidad de España, ahora sirve para desgastar a un ejecutivo surgido de las urnas. Cuando el Estado se combate a sí mismo es evidente que sufre una profunda crisis institucional.
La degradación del sistema político español es acelerada y parece tenerno límites. Hace tiempo que la cúpula del poder judicial decidió ejercer de poder fáctico, abandonando cualquier apariencia de neutralidad, e intervenir sin escrúpulos ni pudor en la dinámica política. La consigna de José María Aznar pidiendo que "el que pueda hacer, que haga" se ha convertido en doctrina.
Ha sido muy fácil y cómodo mirar hacia otro lado cuando las víctimas de este lawfare han sido y son los líderes independentistas, pero esta misma plantilla se aplica a todo el mundo que molesta. Ahora el enemigo es Pedro Sánchez y su gobierno, y el fiscal general del Estado es caza mayor y hay que golpear directamente la credibilidad del gobierno que lo ha nombrado.
Cuando el poder judicial se convierte en un actor político, el sistema democrático se tambalea. Nada más corrosivo que la justicia al servicio de una causa partidista. La experiencia reciente ha demostrado que aquellos que incomodan al statu quo, ya sean los independentistas, determinados jueces progresistas o ahora el fiscal general del Estado, acaban encausados y juzgados. A estas alturas es un patrón que ya no puede disimularse: el Estado se ha convertido en un instrumento para preservar los intereses de una parte y no del conjunto.
El caso de García Ortiz tiene, además, un trasfondo inquietante. Si realmente fuera cierto que ha cometido una irregularidad, la propia lógica exigiría actuar contra los cientos de filtraciones que cada semana llenan páginas de periódicos con material sensible. Pero nadie lo hace, porque no se trata de garantizar la ley, sino de utilizarla como arma. En esta partida de ajedrez, eliminar al fiscal general es solo un paso más para poder hacer jaque mate al presidente del gobierno.
La política hecha con toga es una forma sofisticada de autoritarismo. Y cuando esta práctica se instala en el corazón del Estado, todo deja de ser una anomalía para convertirse en un sistema. Como siempre ha hecho, la derecha instrumentaliza la justicia, pero a menudo desde posiciones progresistas se confía ingenuamente en que las instituciones son neutras.
Cincuenta años después de la muerte del dictador Franco tenemos perspectiva suficiente para concluir que la Transición no hizo el milagro que durante décadas se predicó. En el caso de la judicatura es muy claro: los mismos que el día antes dictaban las sentencias en nombre del Generalísimo, al día siguiente, con el mismo bolígrafo, firmaban las sentencias en nombre de Su Majestad el Rey. Esa falta de regeneración de la cúpula judicial, que en parte sí se produjo en el ejército, perpetuó y repitió un modelo sesgado que aún hoy es perceptible.
Cuando el Estado ataca al Estado, el colapso democrático está más cerca. Pero también hemos comprobado que esto no genera ninguna preocupación especial a la mayoría de la gente, que lo acepta acríticamente mientras se normaliza el crecimiento imparable de la extrema derecha. Quien siembra vientos, recoge tempestades.