Es, probablemente, el peor enemigo de la Unión Europea. Y hablamos de un enemigo muy peligroso. Porque Vladimir Vladimirovich Putin se ha convertido en el estadista más brillante del mundo. En lo que va de siglo XXI, nadie ha sido capaz de hacerle sombra.
Precisemos que el término “estadista” se utiliza aquí tanto en el sentido neutro del diccionario (“persona con gran saber y experiencia en los asuntos del Estado”) como en el sentido peyorativo que le daban los filósofos griegos. O, si lo prefieren, podemos definir al estadista como lo hacía José Ortega y Gasset, muy influido por el “übermensch” nietzscheano: un individuo ajeno a las virtudes convencionales que, en nombre del pueblo y de su proyecto a largo plazo, recurre sin escrúpulos al asesinato, el robo y la mentira.
Dejemos al margen la facilidad con que Vladimir Vladimirovich ha ido convirtiéndose en dictador vitalicio de Rusia. No ha sido una tarea compleja. Tras la victoria en la guerra fría, Estados Unidos y su apéndice europeo le negaron a la Unión Soviética lo que se concedió a la Alemania nazi: un plan de ayuda económica. Al contrario, se favoreció el desmembramiento del imperio soviético y se aplaudió la desastrosa gestión de Boris Yeltsin, caracterizada por la corrupción y el hambre.
En situaciones de ese tipo, las sociedades vencidas tienden a entregarse a un hombre providencial. Italia y Mussolini. Alemania y Hitler. Rusia y Putin.
Lo interesante de Vladimir Vladimirovich no radica en la tiranía que ha instaurado, sino en su desproporcionada proyección planetaria.
Es el dictador del país más grande del mundo y posee el mayor arsenal atómico, con casi 6.000 ojivas nucleares. Pero el territorio no sirve de gran cosa, excepto por los recursos energéticos y la posibilidad de enviar a Siberia a los ciudadanos contestatarios que, por una razón u otra, no merecen el asesinato. Por otra parte, el arma nuclear sirve exclusivamente como amenaza, porque su uso implica demasiado riesgo.
Rusia tiene menos habitantes que Nigeria, Brasil o Bangladesh, cuenta con un ejército de chichinabo (véase la “operación militar especial” en Ucrania) y, en cuanto a potencia económica, anda más o menos a la par con México y Australia. Y, sin embargo, sus tentáculos llegan a todas partes.
No cabe atribuir el origen del éxito de Putin como gran “estadista” internacional a su formación como agente del KGB (se quedó en teniente coronel, un rango subalterno), sino a su aprendizaje del alemán como segunda lengua y a sus cinco años de servicio (1985-1990) en Dresde, una ciudad secundaria de Alemania Oriental.
Ahí captó, creo, lo esencial del misterio alemán. Alemania es una nación joven y complicada que durante mucho tiempo fue víctima o verdugo, sin posición intermedia. Ha dedicado 10 de sus 153 años de historia a guerras de invasión contra sus vecinos y ha permanecido 45 años bajo ocupación extranjera (1945-1990). Alemania tiene el mérito de haber logrado desnazificarse (le costó más de tres décadas) y de convertirse en una fuerza de paz. Pero su pasado pesa: la culpa por el genocidio judío le impide adoptar una posición razonable cuando Israel comete lo que comete en Gaza. Y pesa su posición geográfica: nació con el miedo a Rusia ya en el cuerpo.
Putin es dictador de Rusia (como presidente o primer ministro) desde el 1 de enero de 2000. Cuando se instaló en el Kremlin, el canciller alemán era el socialdemócrata Gerhard Schroeder. No tardó en camelárselo y acabó convirtiéndole en su empleado al nombrarle presidente de la petrolera rusa Rosneft. A su sucesora, la democristiana Angela Merkel, la toreó como quiso. A través de Alemania, Vladimir Vladimirovich logró que el conjunto de la Unión Europea se hiciera adicto a la energía rusa.
Tras utilizar a fondo la palanca alemana, Vladimir Vladimirovich ha exhibido su maestría en la guerra híbrida (Grupo Wagner en África e intervención limitada en Siria, por ejemplo) y en el uso de la propaganda y la desinformación. Sea en las elecciones estadounidenses o francesas, sea en la crisis de los “chalecos amarillos” o en la crisis catalana, ahí están Russia Today y Sputnik para difundir bulos y fomentar enfrentamientos. ¿Que usted no ve esos medios? No se preocupe, esa propaganda le llega a través de las redes sociales.
Por razones que ignoro, la sujeción de Donald Trump a Vladimir Vladimirovich es comparable, si no superior, a la que mostró Schroeder. Un retorno de Trump a la Casa Blanca supondría un éxito formidable del gran estadista, que ha sabido mantener en jaque al gran imperio en repliegue (Estados Unidos) y ganarse la protección del gran imperio en auge (China). El tipo es un genio. Del mal, si quieren. Pero un genio.