Una tienda de maquillaje.
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Fui a parar a una agencia de actores de Madrid casi por casualidad hace 25 años. Allí, la representante elogió mi imagen (de joven, todo hace bonito), pero me soltó un “lástima que tengas el fino labio superior”. Esa frase se convirtió en la semilla del malestar estético. Si fuera ahora, me habría dicho que esto se arregla fácilmente. Ácido hialurónico para ser más deseable -que es mucho mejor tener los labios rebufados que tenerlos finos- y abajo. Es fácil empezar a odiar el propio cuerpo. Y si eres mujer, aún más. Ahora que en todas partes y en todo momento es 8 de marzo, me pregunto qué pasaría si en TV3, además de hacer el día que los hombres aparecen menos, hicieran "el día sin maquillaje y peluquería". La normalidad hecha escándalo, hecha excepción. ¿Se lo imagina? La revolución. Que no se me malinterprete, arreglarse está bien. Odiarse el cuerpo, no.

Tenemos miedo a ser como somos. Del cuerpo "imperfecto". Del cuerpo que se hace viejo. Y hacemos del arte de disimular una forma de vivir. Y, con demasiada frecuencia, de perder el tiempo. En una entrevista en uno late show, la actriz Emma Thompson explica que empezó a odiar su cuerpo cuando tenía 14 años. Toda la vida odiando al cuerpo que nos acoge. El cuerpo que somos. ¿Qué sentido tiene juzgar tan severamente un cuerpo? ¿Por qué nos parece que “las reglas de la belleza” son tan estrictas y tienen tanto valor? Ursula K. Le Guin habla en estos términos sobre la belleza, sobre el cuerpo, en un ensayo incluido en La ola en la mente (Rayo Verde, 2022): Perros, gatos y bailarines (un texto muy adecuado, tanto por contenido como por estilo, para trabajar la comprensión lectora en los institutos). La belleza tiene unas reglas. Es un juego, dice Le Guin. Las personas siempre hemos jugado a decorarnos. Ha sido una actividad común, en todas partes y en todos los tiempos. "Decorarse" es la parte divertida del juego. Pero caer en las trampas de la tiranía de la belleza es peligroso. Todo se enturbia en el momento en que las reglas de la belleza dejan de ser un juego y comienzan a generar insatisfacción. Porque algunos se aprovechan de eso. Algunos se hacen de oro, con este juego. La industria de la cosmética y la estética se sofistica cada vez más: de las rutinas de skincare que tienen tantos pasos que hay que tomar apuntes para hacerlas bien, en los secadores-modeladores de pelo que hacen que el aceite de oliva virgen parezca echado de precio.

Los ideales de belleza de la industria del espectáculo, que se extienden ahora a las redes sociales, marcan las reglas del juego. Las redes difunden –y añaden todo tipo de filtros a– estos ideales: el autoodio corporal se inocula en todas las franjas de edad (y, sí, hay disidencia, pero es más bien residual). Si los trastornos de conducta alimentaria entre la gente joven aumentan exponencialmente, la adicción a los tratamientos para disimular que envejecemos también. La tiranía de la tirantez. Las caras medio inexpresivas me provocan una sensación de extrañeza inquietante. Para explicar la impresión que le producían las muñecas y las figuras de cera, Freud acuñó el término Das Unheimliche (lo perturbador). La carne modificada con bótox, ácido hialurónico, bisturí o silicona hace cuerpos estáticos, irreales. En parte, se entiende. Se entiende muy bien. La presión estética (estática) sí es real. Y más cuando en tu profesión debes dar la cara. Cuando das la cara a los medios —que ahora incluyen las redes— y esa cara se hace mayor, a menudo el precio a pagar es dejar de ser quien eres. Dejar de tener el rostro que en realidad tienes. Tener un cuerpo estático. Intentar detener el tiempo.

Nos cuesta aceptar que nos hagamos viejos. Nos asusta la forma de hacer —implacable— de la Naturaleza. Llega un día en que mirarse al espejo es sufrir una crisis de identidad. No te reconoces. No del todo. ¿Soy yo esta mujer que pierde la cintura? ¿Soy esa cara que se arruga lentamente? No nos engañemos. El cuerpo no es sólo una carcasa matérica. El cuerpo también dice quienes somos. Es inevitablemente cierto. Pero mientras el cuerpo se marchita, y dice que nos hacemos mayores, el resto de lo que somos sigue ensanchándose. Sabemos más, vamos sumando momentos.

Perdemos sólo un tipo de belleza. La de la juventud, la que dábamos por supuesto. La que no supimos apreciar porque estábamos demasiado ocupadas odiando a nuestro cuerpo. Pero hay otra que queda. Una belleza que no es ni la de la juventud ni la que marca un canon cambiante. Es la belleza que no se sabe muy bien de dónde mana, la que es más bien una belleza-gesto. La gente que nos enamora de verdad —la que nos enamora no sólo un rato, sino a través del tiempo— nos enamora por su gesto. Y si algo no perdemos, es el gesto.

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