El sionismo ultranacionalista, alimentado por el fanatismo religioso, no es en modo alguno representativo del judaísmo, ni debe asimilarse a él. El judaísmo es una cultura y una religión a las que ahora no debemos perdonar la vida recordando que constituyen un pilar de la historia de la Humanidad. Pero sí conviene decirlo, ahora que el horror desatado por el gobierno israelí en Gaza sirve de excusa fácil a un antisemitismo tan antiguo, y arraigado entre nosotros, como irracional. Y ahora también que los partidarios de la limpieza étnica en Palestina se atreven a atribuir acusaciones de odio a los judíos, o de nazismo, a aquellos que critican, protestan o se remueven contra las políticas genocidas de Netanyahu y su gobierno.
No deberíamos perder de vista que Netanyahu no es un monstruo extravagante, sino el primer ministro de un gobierno de extrema derecha. No deberíamos olvidar tampoco que aquí no somos mejores que nadie y que, si ahora no tenemos un gobierno de extrema derecha, sí que lo podemos tener un día u otro, y antes de lo que seguramente pensamos (en Baleares y en el País Valenciano sí que ya los tenemos, a escala autonómica). No debemos dudar de que cualquier gobierno de extrema derecha está ideológicamente predispuesto a causar un infierno como el que han causado Netanyahu y sus socios de gobierno en Palestina y, ahora, en Ciudad de Gaza. Solo necesitan un enemigo cohesionador (lo encuentran pronto), deshumanizar a este enemigo para que matarlo parezca un acto de legítima defensa, y poder y capacidad de maniobra suficiente para encender la mecha de la violencia. A partir de ahí, la misma condición humana hace que muchas personas de las que no lo habríamos dicho nunca sean arrastradas por la espiral del odio hasta el extremo de apoyar cualquier atrocidad.
El cinismo y el victimismo son también dos potentes combustibles para el odio. Netanyahu, en particular, no es ni siquiera un fanático, como sí lo son muchos de los ministros y altos cargos del gobierno que preside, y muchos de los poderes que pagan el Likud y los demás partidos que forman parte del gobierno o lo apoyan (Shas, Judaísmo Unido de la Torá, Noam, Otzma Yehudit, y también el Partido del Sionismo Religioso). Mucho antes que un fanático, Benjamin Bibi Netanyahu es sobre todo un cínico, capaz de no dudar en ponerse al frente de una política de exterminio (un genocidio, de acuerdo con la definición de Naciones Unidas) para eludir sus cuentas pendientes, por corrupción, con la justicia.
Por lo que respecta al victimismo. De los crímenes y pecados (porque, cuando hablamos de gente que utiliza la religión para justificar una masacre, hay que hablar de pecados) que ha cometido y comete el gobierno de Israel, uno de los más graves es haber ofendido la memoria de las víctimas del Holocausto. Invocarlas para intentar, de nuevo, justificar lo injustificable. Así lo entienden los ciudadanos de Israel, los intelectuales y los exdirigentes políticos y militares que se manifiestan contra el genocidio y que piden (en vano) un alto el fuego, o los familiares de los rehenes de Hamás que suplican que se detenga la guerra para que acabe un cautiverio que es también infame.