Seis días, seis. Son los que tardó el presidente en funciones de la Generalitat, Pere Aragonès, en dejar meridianamente claro y sin matices que los actos de vandalismo y pillaje perpetrados con la excusa de las manifestaciones por la libertad de expresión resultan inadmisibles.
Lo señalamos porque aunque sea en funciones es quien comanda el ejecutivo catalán, a pesar de que el punto en boca entre los miembros del gobierno ha sido generalizado a excepción del titular de Interior, Miquel Sàmper, obligado por el cargo y que tuvo que correr a pedir disculpas después de unas declaraciones iniciales nada afortunadas que han perjudicado sus relaciones con los Mossos d'Esquadra.
La irresponsabilidad de nuestros gobernantes ha sido absoluta. El propio ejecutivo ha justificado con su absentismo y silencio, solo alterado los primeros días para señalar a los policías como culpables, el saqueo de los comercios de Barcelona y el destrozo de material urbano.
Que todo esto haya tenido lugar en medio de las conversaciones con la CUP para llegar a un acuerdo que permita la formación de un nuevo gobierno no tendría que ser una excusa y justo es decir que en público no se ha usado. Otra cosa es en privado, donde tanto JxCat como ERC confiesan sin tapujos que el motivo que los ha llevado a borrarse del mapa mientras se reventaban escaparates es la negociación en marcha con la extrema izquierda independentista.
Lo más relevante de estos días no han sido los episodios de violencia con la excusa de una manifestación. Ni es la primera vez ni será la última que se producen. Lo que sí es novedoso es la abdicación del gobierno a la hora de hacer frente y apresurarse a marcar una raya entre lo admisible y lo que no lo es en las calles de nuestras ciudades.
Quien juega con fuego tiene números para acabar quemado. Un ejecutivo que rehúye hacer de gobierno -en funciones, sí, pero gobierno- trabaja en contra suyo y en contra del país al que tiene que servir. Y esto es lo que ha pasado estos días. El papel de quien nos gobierna ha sido el de limitarse a salir con el termómetro al balcón para medir la temperatura ambiental y no abrir la boca hasta detectar que la gravedad de los hechos ya había hecho girar a la opinión publica y publicada, particularmente esta última, que se había mantenido parcialmente comprensiva con los primeros disturbios. En cierto modo se ha traicionado la obligación que tenemos encomendada a nuestro gobierno de asegurar, cuando menos intentarlo sin ambigüedades, el orden y la convivencia en el conjunto del país.
El ejecutivo catalán es víctima de las contradicciones en las que se ha instalado en los últimos años. Se ha abonado con tanta intensidad el discurso de la desobediencia, se ha aplicado con tanta devoción a destruir cualquier traza de legitimidad y utilidad del marco jurídico en el que nos movemos, que ahora le resulta casi imposible actuar con la contundencia discursiva conveniente cuando las cosas se van de las manos. La coyuntura política y la necesidad de nuevos socios para el próximo gobierno explica el resto. Es la factura de la irresponsabilidad, que no para de girarnos intereses.
Josep Martí Blanch es periodista