Forqué y los valores de 'MasterChef'

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L'actriu Verónica Forqué, en una imagen de archivo.

No se puede culpar a MasterChef de la muerte de Verónica Forqué. Hacerlo sería banalizar y minimizar la complejidad que rodea el suicidio. Ahora bien, las apariciones de la actriz en el reality de cocina sirven para reflejar, por un lado, el dolor y la crueldad de las enfermedades mentales, y, por el otro, la manera en la que en los últimos años el programa está encubriendo una degeneración de valores inadmisible. Durante muchas semanas lo que vimos con Forqué hacía estremecer. Y no porque se anticipara la tragedia, ni mucho menos, sino por cómo el programa se aprovechó de su deterioro emocional para llevar el espectáculo al extremo. En aquel momento, describir en un artículo las escenas que protagonizó la actriz suponían exponerla a ella de una manera muy cruda. Sin tener más pruebas que lo que aparecía en pantalla, se intuía una persona enferma que estaba sufriendo mucho y podía ser inadecuado hurgar en aquella situación. Una de las escenas incómodas fue el ritual de despedida que organizó el programa para que devolviera el delantal a los chefs cuando decidió abandonar el concurso. Fue una especie de derrota simbólica, en la que ella entregó llorosa el delantal a Pepe Rodríguez haciendo una reverencia. Ni un abrazo. Representaba una incapacitación metafórica, la rendición de un guerrero abatido definitivamente. Dio mucha pena.

Al margen del caso Forqué, lo que hay que hacer notar es la reincidencia de MasterChef en la explotación de la fragilidad humana. En la manera en la que utiliza un formato familiar aparentemente inocente para filtrar unos valores tóxicos. En ediciones anteriores fuimos testigos de las burlas homófobas de Flo parodiando a Josie y mofándose de su ademán amanerado. Un día que un niño de unos diez años se rio de una compañera de concurso, la abucheada que recibió de los chefs no fue pedagógica sino severa y humillante. En la edición infantil los chefs reiteraron las bromas a un concursante adulto bautizándolo como sugar daddy, haciendo gala de su habilidad para ligar con chicas jóvenes. Y el comentario caló también entre algunos niños del programa que participaban en la broma. Lo más flagrante fue cómo MasterChef permitió y facilitó el bullying de este mismo individuo a otra concursante, su gran rival. La obligó a cocinar carne de caballo cuando ella había pedido expresamente a la organización no hacerlo. Debido a unos trastornos psicológicos de niñez, la terapia equina la había sacado del pozo. Los caballos la habían ayudado. La chica acabó llorando mientras cocinaba la carne de caballo, con las burlas y el desprecio de quien había tramado la estrategia vejadora. “Soy un perro”, admitió riendo su rival cuando se salió con la suya. Los jueces no respetaron los principios morales de la chica y la obligaron a someterse a la tiranía del juego. Fue vejatorio y muy doloroso.

MasterChef juega con la sumisión militar y la obediencia. Vende el autoritarismo como único camino para el éxito, castiga la disidencia, la imperfección y los valores individuales. Y entiende el fracaso puntual como la derrota vital. Y esto atenta contra la integridad y la autoestima del concursante.

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